He leído, como me imagino que habrán hecho también algunos de ustedes, un artículo de Javier Marías que sonaba casi a despedida. Se titulaba Piel de rinoceronte o desdén y se refería al nulo efecto sobre los políticos de lo que ha venido escribiendo a lo largo de diez años de colaboración con su periódico.Y, tras confesar la sensación de inutilidad de sus palabras, explicaba que si se había molestado pese a todo en seguir escribiendo era porque guardaba "un fondo de ingenuidad y vago optimismo" y porque aspiraba a que las cosas mejorasen "un poco" desde su punto de vista.

Sinceramente creo que es pecar de un exceso de optimismo pensar que los políticos, cualquier político, vayan a cambiar de actitud o comportamiento por lo que escribe un articulista en un periódico, por bien fundamentadas que estén sus valoraciones o sus críticas.

Sentados muchos de ellos en sus coches oficiales detrás de cristales tintados como si no quisiesen ver la realidad, los políticos no parecen muchas veces de este mundo.

¿Leen alguna vez algo al margen de los mensajes que aparecen en las pantallas de sus teléfonos móviles de última generación y que no dejan de consultar donde quiera que estén como si les fuese la vida en ello?

¿Van al teatro, se ponen a la cola de un cine, acuden a comprar un libro en una librería? ¿Les interesa la cultura? ¿Ven algo que sean sus propias apariciones en televisión o las de sus compañeros de partido?

Recuerdo las críticas públicas del maestro italiano Riccardo Muti a la falta de frecuentación de los teatros por parte de los políticos de su país, siempre, eso es, con algunas honrosas excepciones. En el caso italiano, la del propio presidente de la República, el cultísimo Giorgio Napolitano.

Pero sobre todo -y no se trata, créanme, de hacer demagogia- ¿saben muchos de nuestros políticos lo que son las dudas de un ama de casa o un desempleado cuando tiene que optar entre diez panecillos por un euro o quince por un euro y veinte céntimos, como uno ha visto muchas veces en los pueblos de Andalucía?

A uno no le importaría que los políticos no leyesen lo que escribe. Se contentaría con que al menos respirasen alguna vez el aire de la calle, entrasen en algún mercado, pero no sólo para inaugurarlo con su nombre en una placa, con que tomasen el metro o el autobús o fuesen incluso en bicicleta a sus despachos, como hacen sus colegas de países más democráticos. En realidad, uno no escribe para que tomen nota los políticos. Uno escribe porque no le gusta muchas veces lo que tiene delante, porque, como dice Marías, quisiera que las cosas mejoraran y otros vieran los defectos que él, con razón o equivocado, cree ver en lo que le rodea. Uno escribe para no sentirse solo porque cree que hay muchos otros que piensan como él. Pero sobre todo para desahogarse, porque, si no lo hiciera, estallaría.