El intento, un tanto iluso, de Mar Barcón de escamotear el debate sobre los resultados electorales en la asamblea convocada en el PSOE coruñés tras las europeas, ha saltado por los aires. Nada más empezar, desde la asamblea se la obliga a saltarse su orden del día y a someter a votación una moción reclamando "un militante un voto" para la elección del o de la titular de la secretaría general. Moción que gana por práctica unanimidad. Es verdad que Mar, apoyada en la vieja guardia, consigue impedir el cambio formal del orden del día solicitado desde la asamblea pero, en la práctica, no logra evitar que todo el debate gire inexorablemente sobre un primer análisis y las consecuencias para el partido del batacazo electoral en España y en A Coruña. Es lo que pasa cuando el cauce que hay es excesivamente angosto para la avenida que se le viene encima: que las aguas mansas y muertas en la presa se vuelven vivas y turbulentas para rebasarlo todo. Y eso que la probable remoción en el PSOE coruñés no ha hecho más que empezar, y tímidamente, debido seguramente a la perspectiva de cambio abierta en la cúpula española. Diríamos que las inquietas, preocupadas y castigadas bases del PSOE coruñés están a la espera de ver hasta dónde llega el cambio en el congreso convocado. Si allí se ensancha y profundiza el cauce de participación las aguas podrán bajar vivas y bulliciosas, pero no tan turbulentas como lo harán si los sacrosantos barones y damas de la vieja guardia logran imponer el juego de bridas que se disponen a aplicar, al viejo y más puro estilo del Gatopardo.

Mar Barcón es el último mohicano del pacovazquismo que, con sus magros aciertos, sus excesivos y frívolos oropeles y sus turbiedades, está ya amortizado y chirría con cualquier puesta al día del partido, por tímida y leve que esta sea. Por eso, cada día que pasa, se extiende más en las bases del PSOE coruñés la convicción de que si ella o cualquiera de su viejo círculo es la oferta que se hace en las próximas municipales, la catástrofe estará servida. Esta es la maldición que pesa sobre los barones y damas de la vieja guardia, de la que no se libraría ni el invocado como mirlo blanco, posiblemente a su pesar, Fernando González Laxe.