En medio de la convulsión que vivimos, los políticos han de cuidar sus intervenciones públicas, que suelen evidenciar la distancia entre lo que se dice y la realidad. Para aliento de los demagogos, la comunicación se inclina más por la heurística que por la transparencia. Pío Cabanillas consideraba una imprudencia y una temeridad expresar con claridad la opinión del gobierno, porque conocía el funambulismo del poder, y también a los personajes que por su equipaje intelectual o por su osadía o por ambas cosas a la vez, eran vulnerables. En los últimos días fueron comentadas, un hecho viral en las redes sociales, las declaraciones en la SER de la ministra de la Justicia, al calificar de "trifálicos" a Rivera, Casado y Abascal, juntos en la concentración de Madrid. El descriptivo neologismo lo reiteró y precisó; no estaba insultando, se sentía cómoda con el curioso calificativo. Las palabras, una vez dichas o escritas, resultan difíciles de atrapar cuando la incontinencia verbal tiene el ingrediente de metamorfosear realidades. En Inglaterra, uno de los países donde se observan las buenas maneras y se respetan las tradiciones, no amonestan por dejar la cucharilla en la taza, pero esta negligencia rodeará al protagonista de un vacío molesto. La figura del portavoz, vocero, speaker es variopinta; pocos tienen el don de la elocuencia, algunos se quedan mudos en medio de su intervención, otros son dicharacheros. Los hubo con mucho poder, como José Blanco con sus catilinarias o Verónica Pérez, aquella señora que el día de haber sido defenestrado Pedro Sánchez del liderazgo del socialismo, exclamó ante la prensa: "En este momento la única autoridad del PSOE soy yo". La portavocía requiere sobriedad, porque el protocolo va más allá del saber estar, saber decir; exige superar el afán de trampear en función de la educación recibida.

Otrosí digo

Paco Vázquez fue muy sensible al protocolo; un protocolo, repetimos, en algunos aspectos entre caribeño y monegasco; era como un juego de pretensiones. La Coruña ha sido siempre una ciudad celosa de sus tradiciones, donde la vida social es amable y refinada, razones para exigir a sus representantes la distinción que su sedimentada cultura merece. La buena imagen de sus autoridades es la mejor representación en la vorágine de la sociedad, en la que no basta una caudalosa cuenta corriente para obtener la consideración social.