La Opinión de A Coruña

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Miqui Otero

El plinto de las lecturas escolares

Quizás recuerden el plinto (en su memoria, quizás plinton). Para ahorrarles baladas nostálgicas de EGB y sudores fríos retroactivos, seré muy técnico. Era un aparato de gimnasia. Un hexaedro irregular fabricado con madera de Flandes, cuya forma de pirámide truncada venía coronada por un último segmento de piel sintética antideslizante, el superior de varios cajones superpuestos con orificios laterales para facilitar su montaje y traslado.

De la familia de los potros, los caballos, el trampolín o la espaldera, ahora en peligro de extinción en muchos centros, fueron para gran parte de mi generación y de las anteriores el equivalente escolar de instrumentos de tortura medievales tan macabros como el Toro de Falaris o La Cuna de Judas. La obligación de saltarlos, pies por delante o piernas abiertas, fue un laboratorio de humillaciones futuras y un claro ejemplo de selección natural despiadada, que ensalzaba unas virtudes atléticas y no otras.

Todo esto último es cierto, pero dudo bastante que esa gimnasia tradicional (como decía la Bruja Avería: “Soy una maestra tradicional, y lo vais a pasar muy mal”) sea ni la razón ni la excusa para que uno de esos alumnos o alumnas no haga en su edad adulta el mínimo ejercicio o para que consuma su tiempo libre comiendo basura en el sofá. “Podría hacer unas abdominales, pero, claro, ya sabes, el plinto” diría alguien apurando su bolsa de Cheetos.

Algo parecido pasa con las lecturas obligatorias del colegio. Hay quien ve en las grandes novelas del Siglo de Oro instrumentos de tortura. Quien opina que El Lazarillo, La Celestina y El Quijote son el equivalente lector del potro, el caballo y el plinto. “Yo estaría ahora leyendo a Rabelais, pero si estoy viendo Sálvame es porque, ya sabes, el plinto del Quijote”, dirá el adulto de los Doritos en el sofá.

Estos días se vuelve a hablar de las lecturas obligatorias en los colegios, al hilo de la reforma educativa y del informe Jóvenes y lectura 2022. El diario El País recogía esa información y daba voz a diversos expertos. El artículo, riguroso y con ánimo crítico pero propositivo, ha reavivado el debate. ¿Hay que modernizar las lecturas en los institutos? ¿Puede un adolescente disfrutar de las Coplas por la muerte de su padre mientras escucha Saoko de Rosalía? ¿Deberían generarse rutas de lectura temática (debatir un asunto con ejemplos de diversas épocas) en lugar de insistir en el orden cronológico? ¿Sería mejor discutir capítulos en clase en vez de encargar su lectura en casa para preparar un examen de datos y fechas?

Como la lectura no es un deber, sino una forma de mirar el mundo (y de habitarlo), la respuesta no es evidente. Pocos adultos ponen en duda tener que aprender la raíz cuadrada o las derivadas con el argumento de que “desaniman o desinflan” vocaciones científicas o, peor aún, que no son útiles en la vida real. Y, sin embargo, algunos desterrarían las lecturas difíciles para no sabotear hipotéticas pasiones lectoras. No creo, sinceramente, que leer a Blue Jeans a los 16 genere necesariamente un lector de John Cheever a los 26.

También opino que, bien espoleado, precisamente el reto de leer a un autor muy antiguo puede excitar al adolescente aplicado, pero también al rebelde. Como siempre, el problema no es de los libros, sino de nuestra actitud al acercarnos a ellos. Y la culpa no es tanto de los profesores (conozco poquísimas profesiones tan vocacionales) como de los pocos recursos y la ratio de alumnos que dificultan algunas prácticas en los colegios públicos (en huelga esta semana, por cierto).

El Lazarillo, por poner un ejemplo, no es un plinto. Es un trampolín a ideas nobles y a pasajes descacharrantes, con un protagonista con el que empatizar y una sociedad horrible que dialoga con los problemas de la nuestra. Y mucho más divertido, si alguien nos lleva de la mano en su lectura, que muchos memes. Pero del mismo modo que se usa menos el plinto en gimnasia, no debemos negarnos la posibilidad de combinar su lectura con otras y de facilitarla con nuevas estrategias. Aunque, por supuesto, el padre y adulto crítico debe analizar si él mismo abre un libro alguna vez y no echarle la culpa al plinto literario de su adolescencia, sino a una sociedad ferozmente hiperacelerada o a su propia pereza.

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