La Opinión de A Coruña

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Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

El mal francés

Acostumbrados a jugar con fuego durante las últimas consultas presidenciales, los franceses han estado a punto de quemarse y, de paso, abrasar a Europa.

Mejor no imaginar siquiera lo que hubiera sido una Francia presidida por la ultraderechista Marine Le Pen, que hace apenas tres o cuatro años pretendía cargarse al euro y a la UE, cambiar el derecho de suelo por el de sangre y avances similares hacia la retaguardia. Por no hablar de sus deudas con la banca de Putin, gobernante al que profesa una bien declarada admiración.

Felizmente, los ciudadanos del país de arriba se han asustado lo bastante como para darle a Macron una victoria algo más ancha de lo previsto. Hasta ahí la parte buena. La mala es que ya se trata de la segunda vez que una fanática antisistema del calibre de Le Pen llega a la final de una Champions presidencial que no solo afecta a Francia. Y a la tercera podría llegar la vencida para Europa.

Los francófobos a los que no les caigan muy allá nuestros ilustrados vecinos pensarán que se trata de un mal específicamente francés, pero tampoco hay que dejarse llevar por los prejuicios. Como “mal francés” se conoció en su día a la sífilis, del mismo modo que la gripe de 1918 fue injustamente reputada de “española”. Y ahí quedó para siempre el sambenito.

Los males —políticos— de este arranque del siglo XXI son en realidad comunes a muchos países de Europa y América en los que el malestar de la población sirve a los extremistas para pescar votos. Si hasta en la capital del imperio pudo llegar a reinar un sujeto tan atrabiliario y pintoresco como Donald Trump, es que el mal —lejos de ser francés— está mucho más extendido de lo que se pudiera sospechar.

No es solo Francia, donde el sindicato de cabreados vestidos de amarillo arrasó a los partidos tradicionales hasta abrir un ancho hueco a la ultraderecha. También en Hungría, en Polonia y, a menor escala, en Italia y España, el populismo ha crecido lo bastante como para alcanzar en algunos casos posiciones de poder.

Contra esos partidos que prometen soluciones fáciles para el más complicado de los problemas resulta difícil oponer la fuerza menguante de la razón. Todos ellos dicen no ser de izquierdas ni de derechas, aunque a unos les asome la patita fascista y a otros la nostalgia de la era soviética. Se limitan a apelar a las emociones más elementales, en lugar del aburrido raciocinio; y a menudo se intercambian sus votantes. Tanto da si de derecha o de izquierda, lo que importa es el prefijo ultra.

Sorprende e inquieta, si acaso, que estas tendencias irracionales hayan prendido con tanta facilidad en la Francia que en su día entronizó un poco contradictoriamente a la diosa Razón en la catedral de Notre Dame.

Después de todo, a Francia le debemos una pionera Revolución burguesa que, con todos sus defectos, trajo aparejadas las ideas de libertad, igualdad y fraternidad que todavía hoy distinguen a las democracias del mundo. Nada que ver con otros países más desdichados en los que el más largo período de libertad de su historia apenas supera los cuatro decenios.

Por segunda vez en cinco años, esa Francia culta y liberal acaba de salvar un matchball frente a los que se la tienen jurada a la democracia. Solo es de esperar que no llegue el tercero. Eso sí que sería un mal francés.

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