La Opinión de A Coruña

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Javier Junceda

¿Menos parlamentarios?

A las democracias occidentales les ha dado últimamente por plantear la reducción del número de miembros de sus cámaras legislativas. Todo comenzó en Italia, con la propuesta de un movimiento montado en torno al pintoresco “Día de iros a tomar por saco”, dedicado con indisimulado aprecio a la clase política transalpina. Una amplia mayoría popular lo refrendó luego en las urnas, concretándose en una reforma institucional que elimina de un plumazo un tercio de sus parlamentarios. De 630 diputados se quedaron en 400, a costa sin embargo de su representatividad, que es ya la más baja de Europa, al pasar de un diputado por cada 95.000 electores a uno por cada 150.000.

Alemania y Francia siguieron esa misma senda, que ha saltado incluso a América, en donde ha habido algún que otro intento de disminuir las cifras de escaños, siempre aduciendo el coste que suponen y su inutilidad. Aunque las opciones populistas de extrema izquierda y derecha fueron en un primer momento las abanderadas de estas ideas, con el tiempo se han ido comprando también por las autodenominadas “moderadas”, subidas aquí al carro del oportunismo.

Lo de adelgazar los parlamentos tal vez no sea tanto un asunto de gasto —en realidad, es el chocolate del loro para los principales presupuestos nacionales—, como de algo bastante menos prosaico, ligado al descrédito de la cosa pública y al rechazo que suscita en amplios sectores ciudadanos. Cierto que a los diputados y senadores de las Cortes españolas hemos de sumar el importe de sus diecinueve pares autonómicos, pero aun así sigo considerando que la cuestión es más de fuero que de huevo.

El problema puede que radique en la sensación extendida de que buena parte de los parlamentarios son hoy hueros brazos de madera a las órdenes de oligarquías que suelen a menudo mover los hilos entre bambalinas, sin necesidad en todos los casos de respetar el mandato constitucional que obliga a los partidos a contar con una estructura interna y un funcionamiento democráticos. En ese contexto de obediencia bovina, ¿para qué elegir a tantos diputados?, se pregunta con fundamento mucha gente.

Desde luego, ninguna duda suscitaría el número de cargos si, como sostienen Sosa y Fuertes en su imprescindible Panfleto contra la trapacería política, se recuperara el verdadero sentido de los partidos como cauces efectivos de participación y expresión del pluralismo, desembarazándose de esos caciques decimonónicos que “atrincherados en organizaciones que apenas reciben luz del exterior, propenden a confundir los intereses generales con los suyos propios”, como apuntan estos ilustres juristas sobre esa cargante casta que anida en ciertas formaciones.

Y algo parecido cabría decir de la propia función parlamentaria, reducida por la disciplina de voto a la mínima expresión, aunque haya quien considere que abordan también otros cruciales cometidos, como aplaudir o golpear las bancadas, proponer leyes superfluas o disparatadas, tocar sin equivocarse unos botones, o sentarse en infinitas comisiones donde el pescado acostumbra a estar vendido de antemano y en las que los letrados de las asambleas ya se ocupan de lo fundamental.

No sobraría ni un diputado, en fin, si dejaran de ser meras figuras decorativas o “terminales de las ejecutivas de los partidos cuyos miembros son fruto del dedo del dirigente o de una cooptación toscamente disfrazada de elección”, como con franqueza e inusual determinación escriben Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes.

De modo que, en lugar de menguar el número de nuestros representantes, quizá fuera más apropiado ir pensando en mejorar la calidad de nuestra democracia. Y de velar porque accedan a los hemiciclos señorías capaces de reivindicar la política con mayúsculas, defendiendo tanto el programa electoral con el que han sido elegidos como el propio beneficio del país al que representan, sin más ataduras que esas.

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