La Opinión de A Coruña

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Olga Merino

La espiral de la libreta

Olga Merino

La receta del arroz a la cazuela

El domingo es (o era) un día de arroces en las casas, así, en plural, porque cada familia atesora una fórmula magistral. Más allá del debate cebolla sí / cebolla no, tres ingredientes resultan impepinables: el grano, por supuesto; un caldo sustancioso, y el sofrito de ajo y tomate bien ligado, hasta que parezca confitura. Luego, cada quien maneja a su antojo tiempos, cocciones y toda suerte de tropezones, ya sean terrestres o marítimos. También en cada casa se cuecen las habas de distinta manera.

En una ocasión, el escritor, periodista e inmenso dietarista Miquel Pairolí (Quart, Girona, 1955-2011) —un descubrimiento reciente para mí, culposamente tardío— empleó la receta del arroz a la cazuela como símil para hablar de columnismo, del que ejerció durante once años en el diario El Punt. Viene este asunto a cuento porque se han cumplido dos meses exactos desde que me embarqué en el falucho del artículo (casi) diario, y anda una taponando vías de agua, ajustando tuercas, embreando imposibilidades. Afinando el tono. Aprendiendo. Porque, ¿cómo diablos se escribe una columna decente? Salen como los pimientos de Padrón, uns pican e outros non.

Pairolí tuvo a bien compartir su método, que comprende cuatro puntales imprescindibles: observación, memoria (el pasado explica el presente), cierta voluntad de estilo (puede haber estilo en la sencillez de un sujeto/verbo/ predicado bien machihembrados) y, por encima de todo, espíritu crítico. Sin él, dice el maestro, “el periodisme tendeix a les flors i violes”. El problema es que me encantan las “flors i violes”, el orégano del monte, las historias de vampiros y mansiones malditas, los finales abiertos, lo que se dice en la calle, mi vieja estilográfica, los amigos, el bacalao al pilpil, las naderías y las acuarelas. Sin embargo, en las páginas de un periódico no puedes estar a por uvas; no todos los días. Resulta muy tentador permanecer en la alcoba, pero de vez en cuando hay que bajar al barro.

El artículo del que venimos hablando fue el último que escribió Pairolí antes de que el cáncer se lo llevara a los 55 años. Lo tituló Teló, porque tanto el cortinaje de terciopelo rojo como la farsa acaban cayendo por su propio peso. Tuvo la elegancia de despedirse de sus lectores haciendo balance del oficio sin alharacas ni sentimentalismos, con honestidad austera.

Creo que me habría gustado conocerlo. Sentarme una sola tarde con él bajo su roble, junto a su perra husky —un ojo azul, el otro marrón, como David Bowie—, sin hablar siquiera, viendo caer la tarde sobre los campos. Su dietario Octubre (Editorial Gavarres) es una joya, uno de los mejores libros que he leído últimamente.

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