Opinión | Un minuto

Enfermeras que atinan

Fue todo un cariñoso reproche el que me lanzó Iria, resuelta enfermera de la unidad de reanimación —hospital de día, lo llaman allí— del centro hospitalario Abente y Lago, de esta ciudad. –“¡Eres un fuguillas, un precipitado!”, dijo con contundencia ante mi insistencia en abandonar el lecho en el que me encontraba postrado tras una operación, que yo voy a llamar menor, con aplicación de una anestesia raquídea que te adormece el cuerpo de cintura para abajo. –“Tócate el culo, ¿qué notas?”, siguió diciéndome. Lo tenía como acorchado, ciertamente todavía seguía bajo los efectos de la anestesia, y existía el riesgo de que al ponerme de pie no controlase mis piernas. Así que tuve que aguantarme, y seguir en la camilla hasta que, con la ayuda de Iria y Ana me puse, aún vacilante, en pie y me guiaron hasta un sillón. Y allí tuve que esperar un buen rato hasta que fui capaz de orinar, que es otra de las señales de superación de esa anestesia que había adormecido todo el bajo vientre, y con ello mi vejiga. Para facilitarme orinar, Iria me proporcionó un botellín con agua y una infusión de tila y manzanilla. Mano de santo. Pero no pude besar esas manos milagrosas de las enfermeras porque acabaron su turno y marcharon antes de que yo estuviese listo. Desde aquí se las beso.