Opinión | Parece una tontería
Una escoba con futuro
Por razones que pueden interesar, tuve que salir a comprar una escoba. Rompí la vieja haciendo palanca para abrir la tapa de un sumidero de la terraza. Las escobas nunca se rompen o mueren barriendo. Como mucho, se desgastan, se ponen cochambrosas, y un día las tiras porque te da vergüenza que venga alguien a casa y las vea en un estado tan deplorable, y tal vez deduzca que la escoba es una metáfora de tu vida. Todo se complica para los intereses de la escoba cuando la obligas a que se emplee en tareas que no tienen demasiado que ver con barrer. Es inevitable. Cuando se dedica a lo que mejor sabe hacer, sin embargo, la escoba se vuelve un objeto fiable, longevo, casi perfecto. Jamás rechista. Aunque llega un momento en el que se cansa y se deja romper por accidente.
Mi escoba se rompió y a los cinco minutos estaba en la calle en busca de una sustituta. No sé qué extraña prisa me entró. En ese instante me pareció que tener escoba era el asunto más importante que podría traer entre manos. Siempre dudo dónde comprarla. Después de mucho vacilar, me dirigí a un supermercado. Supongo que le tengo cierta fe al prefijo -súper. Entre todas las que había, que no era muchas, elegí una con el mango y el cepillo rojos. Entonces, al ponerme en la cola para pagar, recordé con angustia por qué aborrezco comprar escobas: no puedes meterlas en ninguna bolsa para llevártelas a casa. La rutilante adquisición va al aire, a la vista de todo el mundo. Yo eso lo vivo siempre con dramatismo. Cuando salí del súper, reviví lo ridículo que se siente uno llevando una escoba por la calle. Es lo peor de la escoba: trasladarla a casa. Experimentas la incómoda sensación de que todo el mundo te mira con pena y piensa: “Pobre: nacido para barrer”.
Ni que decir tiene que me encontré a dos conocidos antes de alcanzar el portal. Uno no dijo nada, aunque se notaba que hacía esfuerzos para no mirar la escoba, mientras hablábamos, sin escucharnos, de qué nos habíamos disfrazado en Carnaval. Él casi sudaba de hacer como que no la veía, y yo me iba poniendo cada vez más rojo de hacer como que no la agarraba. Me fue mejor con el segundo, que me preguntó a dónde iba con la escoba. “Pensaba que ya no se fabricaban”, bromeó.
Entré en casa pensando que, en realidad, no corren buenos tiempos para la escoba. Se va quedando sin suelos, sin manos que recurran a ella y, por supuesto, sin porquería. Artilugios más complejos y más caros le han robado el protagonismo. Empezaba incluso a quedarme muy lejos el recuerdo de cuando en la adolescencia barría la cocina con una mano en el bolsillo. Quizá, dentro de poco tiempo, se utilizarán las escobas ya solo para cosas que no tengan que ver con barrer. Es muy versátil. No podrían enumerarse todas las cosas que pueden hacerse con ella. En verano, gracias a que empalmé dos escobas y un recogedor con cinta de embalar, rescaté una codorniz que había caído en el patio de luces del edificio vecino. Como dijo Celaya de la poesía, quizá también la escoba esté cargada de futuro.
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