Opinión | EDITORIAL

Reforma de la ley, sí o sí

A estas alturas de la polémica, la duda ya no es si la ley del solo sí es sí se reformará para evitar que en el futuro facilite penas más leves para los condenados a los delitos de agresión sexual situados en la franja baja de este tipo penal. Ni siquiera si el retoque será muy diferente de la propuesta registrada en solitario por el PSOE. Una serie de cautelas para evitar nuevas revisiones a la baja de las condenas e incrementar las penas, explícitamente en el caso de que se haya ejercido violencia. Sí se ha abierto un camino a que sea el PP, y no Unidas Podemos, quien sume sus votos con los de los socialistas (y otros socios externos del Ejecutivo). Primero para tramitar la propuesta. Luego, para aprobarla con la mayoría absoluta necesaria en toda normativa con carácter de ley orgánica. No se puede descartar que incluso en el último minuto PSOE y UP reconduzcan la situación. Pero en año electoral, y aunque este tipo de cálculos puedan resultar incluso ofensivos cuando se habla del derecho de las mujeres a la libertad sexual, un hasta ahora insólito acuerdo entre los dos mayores partidos deja de serlo. Al PP le brinda un necesario plus de centralidad y la posibilidad de blandir una victoria frente a Pedro Sánchez. Al PSOE le puede ayudar a desentenderse del desgaste sufrido por los resultados indeseados de lo que debía ser una medida estrella y del empecinamiento en el error de sus socios de Gobierno. A estos (descontando quizá a Yolanda Díaz) les reforzaría en su autoimagen de ser la única izquierda sin concesiones.

Las grietas que contenía el redactado de la ley son ya innegables, y no importa cuál sea el juicio que se tenga de la actitud de los magistrados que las han utilizado. Más allá de esta consideración objetiva, con todo, el debate ha estado viciado por otros malentendidos a los que por cierto ha contribuido la ministra de Justicia, Pilar Llop, sobre la facilidad o no de probar la violencia en una agresión sexual. Recogiendo la justificada indignación tras la lamentable primera sentencia de La Manada y los convenios internacionales, la ley dejaba claro que no era necesario demostrar que la víctima había sido objeto de violencia para probar que no había habido consentimiento. Y que esa falta de consentimiento explícito ya era más que suficiente para justificar un castigo penal contundente. Pero ni en ningún momento se obvió la necesidad de probar ese no consentimiento. Ni se renunció a que una violación acompañada de una aún mayor violencia tuviese un castigo mayor de probarse. Plantear la ley, y el debate sobre su reforma sin tenerlo en cuenta pudo conducir a equívocos. Y puede seguir haciéndolo.

Llegados a este punto, cabría reprochar por qué los equilibrios internos del Gobierno impidieron aflorar esta situación antes. El consenso político y social que rodeó su aprobación, con todo, tiene explicación suficiente: no podemos olvidar los avances claros que supone la ley en muchos aspectos. Evitar la revictimización durante el proceso judicial. Penalizar más duramente la sumisión química u otras formas de prevalecimiento del agresor sobre la víctima. Establecer mecanismos de apoyo y ayuda a esta y lanzar un mensaje inequívoco sobre el inexcusable respeto a la libertad sexual. Un mensaje que la soez oposición que la normativa ya encontró incluso antes de que se hicieran evidentes sus flecos defectuosos demostró que sigue siendo absolutamente necesario.