Opinión | Crónicas galantes

No se pisen la sábana

Anda doliente estos días el partido del Gobierno por una supuesta trama de corrupción aún más hortera que los trajes de la serie Miami Vice.

El sospechado intercambio de dinero por favores, que es cosa de lo más normal, tendría un punto añadido de morbo en este caso por ir adornado —si así se demuestra— de comilonas, señoras de alquiler y el uso de ciertos polvos euforizantes. Tampoco hay por qué ponerse tan estrictos.

Estas cosas pasan por no atender a las elementales normas de cortesía entre colegas. Ni los bomberos se pisan la manguera, ni los fantasmas se tiran de la sábana; sabia precaución que los profesionales de la política tienden a ignorar, con grave riesgo para sí mismos.

El Gobierno en curso, por ejemplo, llegó al poder mediante una moción de censura basada en la corrupción que, a su juicio, hacía del todo intolerable la permanencia en el poder de quienes entonces lo ejercían. El propio presidente Sánchez puso el listón de la moralidad tan alto que, por lógica, le obligaba a cuidarse de que alguien de los suyos cayera en la misma tentación. Una tarea a todas luces hercúlea.

La corrupción nace y se reproduce sin distinción de ideologías allá donde haya cuartos que trincar: ya sea en la política, ya en el fútbol, ya en los negocios. Los pocos que permanecen libres de ese riesgo son aquellos que todavía no disfrutaron del poder y, por tanto, han carecido de la necesaria oportunidad para meter la mano en la caja.

Tan antigua es la costumbre que, ya en tiempos de la vieja Roma, Cicerón hacía notar malévolamente la rapidez con la que solían enriquecerse los gobernadores de las provincias del imperio. Lo que no impidió, ciertamente, que Roma fuese un modelo de eficiencia en las obras públicas, el Derecho, el saneamiento urbano y tantas otras cosas.

Sin ir tan atrás ni tan lejos, en España se han dado estas circunstancias enojosas en el pasado más reciente. Bien conocidos son los escándalos gurtelianos y de otra índole que afectaron al partido conservador; pero antes de eso, los socialdemócratas de la época de Felipe González tuvieron imputados por corrupción al gobernador del Banco de España, al director general de la Guardia Civil y hasta a la jefa del BOE, por citar solo algunos ejemplos.

Sería injusto no admitir que, a pesar de ello, los gobiernos del partido de González integraron a España en la Unión Europea, elevaron el PIB y universalizaron la Seguridad Social, entre otros muchos méritos. Lo mismo podría decirse del no menos meritorio desempeño económico de los gobiernos de derecha, por más que no faltasen tampoco entre sus filas los golfos apandadores.

No siempre hay contradicción entre ser de moral distraída y a la vez buen gobernante, como demuestra el caso del brasileiro Lula da Silva, reelegido a pesar de la sonada corrupción que apartó a su partido del gobierno durante un mandato. En el mágico Brasil triunfó también en las urnas durante décadas el pintoresco Adhemar Pereira de Barros, que no dudaba en presentarse a las elecciones locales bajo el lema: “Adhemar roba, pero hace”.

De ahí que resulte un tanto temerario usar la corrupción como arma para atacar al de enfrente. Los fantasmas, mucho más prácticos, saben que no hay que pisarse la sábana ni escupir al cielo. Que luego viene la ley de la gravedad y pasa lo que pasa.

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