Opinión

No disparen al traductor

Al novelista no le quedaba otra que temer por su vida. Su traductor había publicado años antes de conocerse una novela titulada Los negros del traductor. El protagonista era una especie de alter ego, un genio que había adaptado al francés a los mejores autores españoles. Era célebre por las muchas licencias que se tomaba: no tenía reparo alguno en mejorar el texto original. Hasta que se cansó de ese rol y decidió empezar a escribir él las historias, para solo luego informar a los escritores del otro lado de los Pirineos. A ellos, claro, les parecía perfecto, porque las novelas eran estupendas y ellos podían echarse largas siestas. Pero entonces las cosas se complicaron y, por así decirlo, el protagonista decidió llevar a cabo de forma literal (además de literaria) la famosa idea de “la muerte del autor”.

“No me vas a matar, ¿no?”, le dije en el vigesimoquinto correo que intercambiamos. “¿Verdad?”, insistí. El novelista con miedo era yo, el traductor francés (y autor de esa tronchante sátira del mundo editorial) era Claude Bleton y ambos bromeábamos. Desde el primer correo, en el que me confesó que le había conmovido que en mi novela apareciera Castroforte de Baralla (él había traducido La saga/fuga de JB, de Gonzalo Torrente Ballester, “hace un siglo, año arriba, año abajo”), conectamos. Él era un traductor legendario (Marsé, Gopegui, Montalbán) y yo, un advenedizo, pero charlamos (sobre pinchos, sobre La Odisea, sobre todo) durante meses de pandemia. “Con todo cerrado, a veces pienso que somos topos, más que seres humanos”, me decía. Echaba de menos jugar al billar (su gran afición, que compartía con los protagonistas de mi novela) y, a los 80 años, seguía con las mismas ganas de comerse el texto.

Cada uno de sus “¿qué tal por Barcelona?” sonaba sincero, como también lo era esa misma pregunta tecleada por los que después fui conociendo: el traductor alemán, el italiano o el portugués. Matthias Strobel, metódico y perfeccionista, se excusaba “por ser tan pedante”, cuando en realidad solo demostraba ser más preciso que una máquina de la NASA. Lo hacía en un castellano con marcas porteñas (tenía conexión personal con Argentina), que comprobé cuando brindamos en Frankfurt y me acompañó a coger un taxi mientras chispeaba, los dos charlando como si nos conociéramos de 15 años o 447 páginas, las que me tradujo. Pierpaolo Marchetti era expansivo, sentimental y tierno, además de rigurosísimo, y tanto me preguntaba por una palabra como me felicitaba el cumpleaños. José Teixeira, el elegante portugués, había crecido a escasos metros (“en mi época, aún nacíamos en casa”) de donde había vivido yo en Lisboa, atento y puntilloso durante el proceso y cariñosísimo ante un bacalhau en el Barrio Alto (“no se puede hacer una buena traducción de un mal libro. De un buen libro, en cambio, se puede y se debe”).

Todos ellos sudaron para traducir los manicomiales pulutant y quicir de un personaje inspirado en [Josep Lluis] Núñez. Y ya quisiera yo tener cada una de las virtudes que ellos me mostraron. Crecí leyendo libros de un mercadillo de segunda mano, a veces con traducciones nefastas (“Esa chica es tu taza de té”, leí en una de Kingsley Amis), así que puedo detectar la pasión y la sabiduría de un buen traductor. Y también sé agradecerla.

El sábado, un diario publicó un reportaje sobre el hecho de que cada vez más editoriales de prestigio ponen el nombre del traductor en cubierta. Y pensé en Claude, en Matt, en Pierpaolo, en José… Y en que escribo mejor en francés, en alemán, en italiano o en portugués que en castellano. Y eso que no conozco bien esas lenguas, pero, por suerte, los he conocido bien a ellos.

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