Opinión

Notas sobre Busquets para aprender a vivir

Dos segundos antes de que suene la alarma del despertador, Sergio Busquets abre los ojos. Jamás el sol ha presenciado a alguien tan veloz a cámara lenta. Su rapidez no tiene que ver con la prisa, ni siquiera con la velocidad, sino con el ritmo: la economía de movimientos, la precisión del gesto y una elegancia nunca robótica. Quizás algún día invitó a un extremo brasileño a ver quién de los dos hacía antes una tortilla de patatas: acabó él primero, a pesar de la pachorra, y la encimera quedó limpia y hasta las cáscaras de huevo encajadas en la huevera de cartón dentro del cubo de basura.

No se le ha encasquillado la cremallera del abrigo en toda su vida. Busquets no salpica cuando abre un brik de leche con los nuevos cierres de La Central Lechera. No necesita tijeras para la bolsa de queso rallado. Abre fácil hasta el envase sin abrefácil. Si Sergio Busquets fuera un personaje de ficción sería Indiana Jones, pero solo en una escena: cuando el arqueólogo se enfrenta a un lugareño en El Cairo, que intenta impresionarlo haciendo monerías con la cimitarra y él espera y cuando el otro se cansa, pum, le mete un tiro con el revólver. Sus notas de voz, escasas, son prodigiosas: porque las reproduces a x1,5 o x2 y siguen sonando serenas y el mensaje se sigue entendiendo. Ya en la adolescencia, era el que, en una discusión, dejaba hablar hasta que el otro quedaba en evidencia y entonces lo apuntillaba con un “vale”, letal.

Desde luego, jamás ha llegado demasiado abrigado o ligero a un sitio (nunca le ha sobrado una capa de ropa). Y es ese que mira con amabilidad a sus acompañantes, cargados con trolleys, bolsas y mochilas aparatosas, mientras él, apenas con una pequeña y ligera maletita de mano, lo lleva todo (pídele un Halls o un Kleenex: se lo habrá montado para incluirlos). Busquets es, también, el que usa Boli Bic de color azul desde primaria: jamás ha perdido uno antes de que se le acabara la tinta. Nunca jamás las palomitas se le han quemado, o se le han quedado crudas y duras, en el microondas (el ding no lo avisa, sino que le da la razón: él sabe cuándo sacarlas). Y, por supuesto, nunca ha visto el símbolo de la batería del móvil de rojo (jamás ha tenido menos de un 10%). Si su fútbol fuera escritura, casi no usaría adjetivos, si bien cuando colara uno iluminaría todo el párrafo y la página. Si pasara un cometa, él estaría en el punto idóneo para verlo. Si pasara un meteorito, estaría en el más alejado (o lo bajaría al suelo con la punta del pie). Al fin y al cabo, el cineasta Werner Herzog dijo una vez, en el CCCB, que era su jugador favorito porque “controlaba el tiempo y el espacio”.

Jamás se equivocó de cola en el supermercado, cuando algunos tenemos un talento innato para, nerviosos, cambiar a la de la izquierda en el último momento porque tiene menos gente (y entonces la abuelita saca el carné de socia del Carrefour y coteja la factura y paga con céntimos de euro y hasta con pesetas). Es obvio que nunca ha corrido porque se le escapaba el bus ni las puertas correderas del metro le han pinzado la nariz.

Deberíamos aprender a vivir como juega Busquets. Correr más con el cerebro que con las piernas, ahorrarnos movimientos y palabras: no permitir que nos agobien con sus aspavientos y prisas. Siempre atento y siempre en calma, salvo cuando, como el otro día ante el Espanyol, te reta un ultra, y entonces lo encaras a gritos. También de esto podríamos aprender.

Busquets es ese que está callado durante toda la fiesta, y, sin embargo, en cuanto abandona la sala se corre la voz: “¡Se ha ido Busquets!, ¡Ahora qué hacemos!”.

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