Opinión

Diego Bernal y José Luis Alvite, periodistas de calle

Las rúas inmortales. El devenir de la historia fragante entre pasos húmedos, tabernarias y contables en narraciones tipométricas del día a día, o de siglos imposibles de resumir en la breve verdad de unas líneas a pie de cierre, sin siquiera posibilidad de constreñirse a los míseros cíceros de las columnas que sostienen el rumor y soportan la verosimilitud asoportalada a deshoras.

Los periodistas imperecederos. El discurrir de biografías humeantes, puras, de caminar de enganche a un puro en cada silva o estanco de viuda de militar. Chimpatazas divertidos, acomodadores sin linterna de relatos del NODO o de taquilleras, en hablares del nunca es tarde, o de un momento eterno como instante al borde de una mirilla de techo, con la posibilidad de inventar un duelo del oeste en pleno Franco o en el Villar, o un funeral de un Cardenal dicho por la voz imitada del mismo prelado, como si se tratase de un buen pregón de carnaval desde el púlpito abalconado de Raxoi o de una Hora Santa de siesta eterna, o de una corrida, con perdón, de Manolete y Celita. Y Fontela —que debutó en plaza portátil en Redondela— en el Toural.

Diego Bernal y José Luis Alvite, aplacados, acallejeados, como retratados sobre las fachadas por Emilio Lavandeira padre, como dibujados por palabras de Borobó o Casares en una crónica de lo cotidiano, paseable en La Noche o en el día inexistente, o quién sabe en qué necrológica de qué periódico de papel de estraza, con alevosía y cariño eterno de pupilos inmortales, incursos en el discurrir contable al pasear por una esquina bailable y tanguera de Quiroga Palacios con El Pombal, mientras se escucha el tintineo en palangana de cada gota de la lluvia inmemorial de Santiago, de la Compostela que florece regada de puertas “faxeiras”, de historias asimilables pero inventadas por seres reales y republicanos, como efluvios de imaginaciones nunca revistas, con el realismo mágico que olía a manzanas de don Álvaro Cunqueiro. Que las catedrales hacen a las ciudades, y no al revés, y cuando suenan campanas será porque llevan agua y algo más que perder o que ganar.

Habría que hacer un combinado entre el París y el Dakar, al modo del Modus Vivendi, poner una placa en cada barra, y una barra en cada Estrella de Galicia. Declarar cada año dos veces al menos el día de los Pecados Bernales y dedicar en las imprentas el plomo a los Tipos de Alvite. Ellos compusieron el paisaje y descompusieron ternillos, inventaron paraísos e islas en las que recalar tras este mundo apurado e incomprensible, intraducible. Y si en la ciudad de los lenguajeros faltan confesores con sotana, sobraron siempre los contadores de pasta al estilo italiano.

Yo llegué hace treinta y dos años a una ciudad en la que había Enriques Suárez Noches, tertulia en El Alameda, y Diegos Bernales, y José Luis Alvites, y moros sin costa a los que no se atrevían a cortar cabezas ni los profetas del maldecir. Entonces y solo entonces, las mentiras eran verdad, y los crédulos perdían carreras con los cojos, se merendaba a los albores, los electricistas y los deanes se llevaban bien y los códices se embebían de historias y advertencias ciertas, y aún se recordaba cuando sacerdotes falsos oficiaban como curas en el altar mayor y a Santiago había llegado el primer peregrino moderno, Manuel Fraga. Y si no lo creen, pregúntenle a Fuxé de Silveira, un viajero asaltacaminos que anda en todos los cuentos académicos, muy famoso en la época y soporte ahora de medallas y méritos impropios, que entonces anunciaba la primavera como cuco, ese animal que pone los huevos en los nidos ajenos. Pena de plumas y de libertad para volar, que diría Franqueira.

Diego Bernal y José Luis Alvite no notaron mi ausencia el otro día que yo andaba por Madrid a las órdenes de la Vieira, el mismo día que no acudí a Padrón para ver cómo le pusieron plaza, cerca del mercado, en el lugar de sus juegos a la voz del pueblo, Pepe Domingo Castaño. Ahora sí, Fernando Ónega escribirá una carta para decirnos que los periodistas hemos vuelto a las calles, las mismas que nunca fueron de don Manuel Fraga, pues él solo inventó una parte de la Transición y los Caminos xacobeos. El resto son habladurías.

Suscríbete para seguir leyendo