Opinión | Crónicas galantes

Juan Carlos, una ficción real

No es que Juan Carlos vaya a presentarse a las elecciones, como hizo con éxito Simeón de Bulgaria a principios de siglo; pero, aun así, la arribada del rey jubilado a Sanxenxo parece incomodar al rey en ejercicio. O eso dicen, al menos, los cronistas de la realeza que son quienes saben de estos delicados asuntos de familia.

Culpan de su destierro a los rojos, por más que algunos o bastantes de ellos se declarasen juancarlistas en los años de fulgor del monarca ahora en desgracia. En realidad, la parte mayoritaria del Gobierno está tan contrariada como la Casa Real por la presencia del rey honorífico. Razones no faltan, naturalmente.

Las sospechadas correrías financieras del exmonarca son lo bastante engorrosas como para que su hijo hiciera saber ya que renuncia a heredar la fortuna paterna. Una decisión sin duda paradójica dentro de una institución que se define, precisamente, por su carácter hereditario.

Ninguna novedad hay en estas controversias paternofiliales que desde hace más de dos siglos aquejan a la rama borbónica reinante en España. El rey Carlos IV y su hijo Fernando VII, por ejemplo, se pelearon a gusto allá por el año 1808, hasta que Napoleón resolvió la disputa al hacer que le cedieran el trono español para obsequiárselo a su hermano José.

La tradición se mantuvo con Juan Carlos y su padre Juan. En este caso fue el general Franco quien hizo de Napoleón, al saltarse la línea hereditaria con el nombramiento de Juan Carlos como “sucesor, a título de rey”.

El dictador quiso dejar claro que el nuevo monarca no lo sería solo por la Gracia de Dios, sino también —y, sobre todo— por la de Franco. Al rey así ignorado no le hizo gracia alguna este ninguneo, como es lógico; si bien padre e hijo acabaron por reconciliarse pasado un tiempo.

Quizá por honrar las tradiciones, la situación se repite ahora con Juan Carlos y el hijo que renuncia a su herencia en la parte monetaria. El distanciamiento entre los dos reyes puede que no sea afectivo, pero sí geográfico desde que el padre partió al lejano emirato de Abu Dabi por decisión propia o inducida.

Ahora que su presencia resulta embarazosa hasta para una parte de su familia, sería injusto no admitir que Juan Carlos desempeñó un papel importante en la transformación de la dictadura de Franco en una democracia parlamentaria. Cierto es que no le quedaba otra, pero bien podría haber imitado a su ascendiente Fernando VII para continuar con una monarquía más o menos absoluta. Era el jefe de los ejércitos, que no le hubiesen llevado la contraria.

El caso es que tuvo el olfato político de optar por la democracia, razón por la que no resultaría del todo disparatado que considerase ahora la idea de acudir a unas elecciones que él mismo propició. Votantes no habrían de faltarle en una España que estuvo llena de juancarlistas; y también hay precedentes que juegan a su favor, como el de Simeón de Bulgaria. A su vuelta del exilio, el rey búlgaro ganó unos comicios que le convirtieron en primer ministro de la República.

Sería esa toda una coronación para aquel primer Juan Carlos al que algún periódico de América bautizó hace decenios como “rey republicano”. Está algo mayor para intentarlo, eso sí; pero nadie negará que se trata de una divertida ficción real.

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