Opinión

Te declaro mi renta

El autorretrato que hace alguien en una declaración de amor es necesariamente falso. El que hace en una declaración de la renta es dolorosamente verdadero. Insisto. Ni un diario personal ni las redes sociales ni la correspondencia ni un selfi con el iPhone 35 ni un lienzo hiperrealista de Antonio López: no hay mejor retrato de un ser humano que la declaración de la renta (sobre todo si es autónomo). Lo primero, después de ponernos la gorra de contable, es recabar cuentas de restaurante que no recuerdas haber pisado, tíquets de libros que aún hibernan en tu mesilla de noche y facturas de teléfonos rotos y de plataformas audiovisuales cuyos contenidos te parecen, en líneas generales, una basura. Comprobar con qué ligereza tomaste aquel taxi: ¿acaso te creías Jay Gatsby? La declaración anual de un autónomo es como el final de la novela de Fitzgerald: “Y así seguimos, barcos a contracorriente, devueltos incesantemente al pasado”.

Se tiende a pensar que incluimos todo lo que desgrava, aunque en realidad lo que grabamos es un dibujo de en qué punto nos encontramos. Y se lo ofrecemos a un receptor frío, a veces implacable, que como mucho nos contestará con una fría carta sellada y cegada con celofán negro para pedir más explicaciones: la Agencia Tributaria (ni un besos ni un cómo andas). Lo hacemos no solo con cierta culpa, sino, además, con inseguridad, sabiendo que es muy posible que, sin quererlo, estemos cometiendo errores (¿que dónde estaba aquel día a las tres de la tarde? ¡No lo recuerdo, señoría!). Escribes cartas de amor con la ilusión de una respuesta. Escribes cartas tributarias con la esperanza de un silencio administrativo.

En realidad, es esa frialdad la que enfoca de forma tan nítida tu retrato. De hecho, hace una década, yo me carteaba con un amigo que, de vez en cuando, en lugar de contarme cómo andaba con palabras manuscritas, metía dentro del sobre solo un frío tíquet de su compra semanal (me alarmé mucho con una, lo recuerdo bien, donde se leía: Chopped Pozo, Leche El Castillo, Pan Bimbo, Cuchillas de afeitar).

No es tanto pereza, que también, sino casi miedo (preventivo, porque el miedo puede llegar después, cuando no te salga a devolver, pero tú tengas arcadas y ganas de devolver). Repasar nuestros gastos es constatar nuestra rutina, nuestros descuidos y nuestro poco margen para la imaginación. A todos los que en Twitter o Instagram quieren proyectar una imagen falaz de su persona, los invitaría a compartir su borrador de la renta: caretas fuera. No hay lugar aquí para la autoficción, ni para el autoengaño (porque puedes intentar mentirte, pero no lograrás engañarte, ni a ti ni a Hacienda), tampoco para el filtro fotogénico de tu teléfono: mirar tu vida a través de los gastos en tu cuenta y los tíquets en esa caja de zapatos es ver tu cara acetrinada en el espejo del ascensor a las cinco y media de la madrugada.

En Navidad pienso en el famoso cuento de Dickens. En el momento de la renta, sin embargo, me acuerdo de otra novela, Filosofía a mano armada, de Tibor Fischer, donde se lee: “Uno revisa las citas perdidas, las patatas mal peladas, las amistades fallidas, los platos sin lavar, las noches a solas en los restaurantes, los atascos de tráfico, los trenes cancelados, las llamadas sin respuesta, los cepillados de dientes y te das cuenta de que no son simplemente citas perdidas, patatas mal peladas, amistades fallidas, platos sin lavar, soledades en restaurantes, atascos de tráfico, trenes cancelados, llamadas sin respuesta y cepillados de dientes: es tu vida”.

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