Opinión

El teatro de la guerra

La escena es feroz. Rodeado de cadáveres de soldados rusos, Yevgeny Prigozhin —testa rotunda, gesto iracundo— brama ante la cámara: “Estos, joder, son los malditos padres e hijos de alguien. Y esa escoria que no nos da la munición, ¡hostia puta!, se comerá sus despojos en el infierno. ¡Joder! ¡Maricones! Tenemos un 70% de escasez de munición. Shoigú, Gerásimov, ¿dónde diablos está la munición?”. Los ultrajes hacia el ministro de Defensa y el jefe del Estado Mayor del Ejército ruso continúan: “Se sientan en clubes caros, sus hijos dan tumbos por la vida grabando vídeos en You tube. ¡Os creéis que sois los dueños y que tenéis derecho a disponer de sus vidas!”.

No es la primera vez que el oligarca ruso reclama más efectivos para la ofensiva en Ucrania. Pero, esta vez, la bravata es un auténtico pulso al Ejército ruso. Prigozhin, el hombre que pasó nueve años en la cárcel, que al salir abrió un puesto de perritos calientes, después un restaurante de lujo, y que su amistad con Putin le facilitó ganar sustanciosos contratos con el Estado, ha extendido su poder más allá de las fronteras rusas. La fiscalía estadounidense considera que su fábrica de trolls intervino en las elecciones que dieron la victoria a Trump. Su compañía de mercenarios Wagner no solo opera en Ucrania, también en África y Oriente Próximo, donde él, cómo no, también tiene intereses económicos.

¿Y Putin? ¿Qué piensa el líder ruso de la fractura entre Wagner y el Ejército oficial? El terreno se abre a la especulación. Algunos creen que Prigozhin amenaza al propio Putin. Otros, que su influencia está en decadencia. En este caso, ¿en qué acabará el desafío? Puede haber un accidente, claro. Una bomba. Un coche que falla… O un veneno. El Kremlin tiene una larga tradición en las pócimas tóxicas. Desde aquel primer laboratorio toxicológico secreto creado en 1921 y supervisado personalmente por Lenin, al gran Laboratorio Número 1 de la NKVD fundado por Stalin y pieza significativa de la guerra fría, hasta el envenenamiento del opositor Alekséi Navalni, en 2020. Rusia ha dejado de ser el país de los soviets, pero no de los venenos.

Pero quizá Putin sigue mirando el tablero. Celebrando la competencia entre tropas. Alentando un contrapoder sin ningún tipo de ataduras. Una voz que se levanta airada entre cadáveres, una mirada embravecida que se extiende por el mundo. Más de 14 meses desde la invasión de Ucrania y buena parte del teatro de la guerra sigue ocurriendo entre bambalinas. Lo único irremediablemente real es la sangre derramada.

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