Opinión

La economicidad del voto y su puesta en el comercio

El rey Juan Carlos I expresó con respecto a la Constitución sus deseos de que la voluntad del pueblo quedara rotundamente expresada en ella y que nuestra Carta Magna fuera una Constitución de todos y para todos. Lo cual supondría, en su opinión, que se abriese para nuestro país un futuro basado en la concordia nacional. Pero el propio Rey en el discurso que pronunció ante las Cortes Generales el 27 de diciembre de 1978 ya era muy consciente de que el camino que se iniciaba no sería cómodo, ni fácil, que surgirían escollos y dificultades, pero que había que profundizar en la conquista de la libertad para tratar de recoger en los años venideros abundantes cosechas de justicia y bienestar.

Desde luego, prácticamente desde sus inicios no cesaron los ataques contra nuestra Ley de Leyes.

La Nación española se constituyó en un Estado social y democrático de Derecho, que garantizaba la convivencia democrática, el pluralismo político, la elección de los representantes del pueblo en las Cortes Generales por medio del sufragio universal, libre, directo y secreto, y todo ello en un clima de concordia (expresión del consenso de la transición), postergando los egoísmos personales con vistas a situar el bien común en el centro del sistema y desterrar para siempre el rencor, el odio y la violencia que habían caracterizado las etapas anteriores.

Para alcanzar esos objetivos se pusieron en manos de los partidos la expresión del pluralismo político, concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular, y hacer posible la participación política.

El voto, entendido como papeleta con la que se expresa una preferencia política frente a otras opciones de la misma naturaleza, tuvo desde el comienzo mismo de la democracia la función esencial, de servir de instrumento para la elección de nuestros representantes. Pero el voto de los primeros años, sin dejar de ser el instrumento para la asignación de escaños en las Cortes Generales, estaba sujeto a una especie de fair play político y a ciertas costumbres de pura cortesía parlamentaria que entraban en juego, por ejemplo, cada vez que tenía que ponerse en juego la voluntad popular plasmada en los resultados definitivos de las elecciones.

Para que se me entienda, según las costumbres parlamentarias del comienzo de la democracia, la fuerza encargada, antes que todas las demás, de intentar la obtención de la confianza del Congreso para la investidura del presidente del Gobierno era la que obtenía el mayor número de escaños. Y solo si no lo lograba, se barajaban ulteriores opciones. Otra de estas normas de fair play era que salvo en los casos de mayoría absoluta, cuando se necesitaba más de una las formaciones para formar la mayoría necesaria para obtener la investidura solían tener una cierta coherencia ideológica: había afinidad en los principios e ideas fundamentales que constituían sus respectivos idearios. Lo que nunca llegó a plantearse en esos primeros momentos era que se formara una mayoría puramente aritmética agrupando formaciones de idearios muy heterogéneos.

Dicho en román paladino: podían apoyarse entre sí partidos de izquierdas o de derechas, pero era impensable que coadyuvaran una formación de izquierdas con una de derechas. El voto o, si se prefiere, los escaños obtenidos por un partido o una formación no había adquirido la consideración de res in commercium y carecían, por tanto, del nuevo valor que supuso “su comercialización” con la consiguiente puesta a disposición del que le viniese políticamente mejor.

La economía se define como la ciencia que estudia la satisfacción de las necesidades humanas (que son ilimitadas), a través de la utilización de una serie de recursos que son escasos y susceptibles de usos alternativos. Pues bien, en los últimos tiempos el voto se ha “economizado” en el sentido de haberse convertido en uno de esos recursos escasos y susceptibles de usos alternativos con los que se satisfacen las necesidades, en este caso, en el ámbito de la actividad política. En palabras más claras: la anterior costumbre de formar mayorías parlamentarias agrupando formaciones con ideologías más o menos semejantes ha sido sustituida por una nueva práctica que cambia la mayoría ideológica por una mayoría puramente aritmética, pero que es también una mayoría parlamentaria.

¿A qué puede deberse y cuál es este importante cambio de sustituir el voto de la afinidad ideológica por un voto economicista? Creo que confluyen cuando menos dos causas estrechamente interrelacionadas.

La primera es la profesionalización de la política. A medida en que se fue profesionalizando la actividad política, el estatus quo de cada partido y de sus miembros, fue desplazando del centro del sistema el interés general, que acabó siendo sustituido por el interés particular de considerar la actividad política como una actividad con la que podía financiarse la formación y conseguir sus miembros el sustento vital.

A medida que fue profesionalizándose la actividad política —y esta es la segunda razón— el voto adquirió mayor valor como bien escaso y susceptible de usos alternativos. Se economizó. Y en la lucha por la conquista del voto empieza a dejarse de lado el sistema de valores políticos, sobre todo, el de la satisfacción del interés general de la ciudadanía, que va sustituyéndose paulatinamente por el interés particular del partido y de sus miembros.

Llegados a este punto, el círculo se cierra cuando lo que une a los agrupados no es el bien general de España, sino una constelación de intereses diversos, contrarios incluso a los principios constitucionales que se nuclean entorno al punto central de la conservación del poder por parte del líder del grupo. La sobrevenida economicidad del voto hace posible la formación de una agrupación de intereses muy distintos entre sí a todos los cuales lo que le va mejor es apoyar al poder porque es la manera mejor de obtener un buen precio a cambio de su apoyo al grupo. Para todos el voto de los demás obtiene el mejor uso dentro del grupo y eso hace que la unión sea inquebrantable.