Opinión | La espiral de la libreta
Oliver Twist sigue muy vivo
En una escena imborrable, el infeliz de Oliver, tan hambriento como sus compañeros del hospicio (el workhouse, el asilo para pobres en la Inglaterra victoriana), se levanta de la mesa y se dirige al director del centro con la escudilla vacía: “Por favor, señor, quiero un poco más”. Otro cucharón de gachas que sabían a engrudo. En efecto, el gran Charles Dickens explicó como nadie la explotación infantil durante la Revolución Industrial, en novelas como Oliver Twist, Tiempos difíciles y Casa desolada. Un retrato literario tan brillante que tal vez haya conseguido con el tiempo desleír la realidad convirtiéndola en una fantasmagoría, en un lugar común que ya no estremece. Sin embargo, un estudio arroja ahora luz sobre aquellas aberraciones (lo ha publicado la revista científica Plos One y lo recogen periódicos como The Guardian y El País). Resulta que en una excavación reciente en el cementerio rural de Fewston (Yorkshire), en el centro de Inglaterra, afloraron 154 esqueletos, buena parte pertenecientes a chicos de entre los 8 y los 20 años, una edad no tan frecuente en las necrópolis, un indicio anómalo. Estudios bioarqueológicos sofisticados han comparado los huesos y las dentaduras hallados con los de otras tumbas coetáneas y han confirmado verdades sobrecogedoras en los cuerpos de esos niños obreros: maltrato, desnutrición, una dieta pobre en proteína animal, un severo atraso en el crecimiento.
La ‘fiebre de los lunes’
Los niños también padecían la enfermedad respiratoria típica de los telares que funcionaban a todo vapor en torno a Manchester. Lo cuenta de maravilla la novelista Elizabeth Gaskell, no tan conocida como Dickens, en obras como Norte y sur: la pelusilla, el polvo que soltaban las fibras de algodón en las salas de cardado, se inhalaba con la respiración y acababa arruinando los pulmones. Tos, sangre, ahogo. Lo llamaban bisinosis o la fiebre de los lunes, porque los síntomas volvían a arremeter con fuerza tras el descanso dominical. Ah, la voracidad de la Revolución Industrial, la expansión del Imperio británico sobre huesos tronchados. En las fábricas textiles catalanas debía de ocurrir tres cuartos de lo mismo.
Son tiempos peculiares estos. Nos preocupa si las lechugas son ecológicas o si las gallinas viven encerradas en jaulas, pero rara vez se habla de los 160 millones de niños forzados a trabajar, 73 millones en industrias peligrosas. La velocidad, la rueda del hámster, impide preguntarse quién ha cosido esas deportivas tan molonas que patean el asfalto del mundo.
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