Los Rubiales de la vida

Gemma Martínez

Gemma Martínez

Agosto del 23 ha sido el mes de las noches tórridas, de los hijos de famosos que se dedican a la carnicería en Tailandia, de los incendios devastadores en ese cielo en la tierra llamado Maui (Hawái), de los parlamentos que cambian de presidenta, de los turistas que ponen rumbo al norte, de la princesa que se viste de caqui (Leonor), de la muerte del último enemigo de Putin... Pero, por encima de todo, ha sido el mes de 23 mujeres que convirtieron a España en campeona del mundo de fútbol femenino por primera vez en la historia. Del puto mundo, del puto mundo entero, como tan bien dijeron dos de ellas, Jenni Hermoso y Sara Paralluelo.

Los lectores veteranos recordarán que ya dijimos en este rincón muchos meses atrás, antes del Mundial, que en casa Martínez éramos fans del fútbol jugado por mujeres; que no era una moda efímera sino que había llegado para quedarse; que la comunión entre las jugadoras y afición era tal, igual que sus ganas de fiesta, que debería hacer pensar a los equipos de la liga masculina; que Joan Laporta haría bien en ir más a menudo al estadio Johan Cruyff (donde juegan ellas casi siempre) igual que Xavi y sus jugadores; que faltan más clubes y más patrocinadores que crean en este deporte y que la profesionalización de las mujeres todavía tiene aristas que resolver.

Entenderán así por qué Alexia Putellas, Aitana Bonmatí y compañía han sido lo mejor de mi agosto de guardia. Su triunfo, además, ha servido para visibilizar a esa parte de España que ya se ha hartado de la borrachera de hombría mal entendida de los Luis Rubiales de la vida. Soeces, siempre en fuera de juego y abusando de su autoridad —qué si no es besar en los labios a una trabajadora, con independencia de que ella consienta o no, se divierta o no, se mofe o no del momento horas después—. Aunque se aferren a una silla que deshonran con su presencia, antes o después caerán porque el puto mundo entero, ese que las 23 han conquistado, les dará la espalda.