Gárgolas

Nos tenemos que habitar

Josep Maria Fonalleras

Josep Maria Fonalleras

Hace unos días, mi hija Clara dio a luz a una criatura. Dos meses antes, otra hija, Bet, también fue madre. Podría, por tanto, escribir un artículo sobre la feliz circunstancia de ser abuelo. Alguien me lo ha sugerido e incluso se ha extrañado de que todavía no haya comentado el asunto. He redactado más de un texto sobre mi vida privada: he buceado en la infancia, he bromeado sobre divorcios, he hablado de íntimos momentos felices y de instantes dramáticos, a través de rayas de ficción que eran disfraces, de párrafos muy sinceros y epidérmicos y de versos elegíacos.

Pero me temo que no puedo hablar de mis nietos (una niña y un niño) o que, al menos, no estoy en disposición de hacerlo ahora. Por dos razones: porque tengo la sensación de que rompería un pacto no escrito con mis hijas y, pues, no puedo convertirlos en excusas para escribir un artículo. Y segunda, y quizás más importante, porque soltaría tal cantidad de tonterías y sandeces dulzonas que este escrito sería del todo insoportable para un lector mínimamente aseado.

Toda esta previa, sin embargo, es para explicar un detalle de los advenimientos —gozosos eventos veraniegos—, con la intención de que el azúcar no desborde los límites de la página del diario. Una vez instalada en su casa, en la primera noche con el bebé en el domicilio familiar, mi hija envía un mensaje: “Todo bien. Ahora, nos tenemos que habitar”. Reconozco que soy algo pesado con los mensajes. Tengo tendencia a corregir el menor error de mis cuatro hijos, tanto si es porque lo han escrito a toda prisa como si se trata de una falta gramatical. Pero esta vez decido aceptar como correcto este habitar. Quería decir “habituar”, por supuesto, es decir, tanto ella como su pareja, acostumbrarse a una nueva vida, a la presencia del bebé.

La otra madre de esta historia podría haber escrito lo mismo. Pero no solo no la corregí, sino que pensé que aquel “nos tenemos que habitar” era francamente mejor, más intenso, más profundo, que “tenemos que habituarnos”. Porque ambas (¡y los padres, por supuesto!) han tenido que mirar hacia adentro y han tenido que amueblar de nuevo su existencia.

Han entrado en un territorio ignoto, a oscuras y, a tientas, viven el proceso de crear nuevas estancias de gozo y sufrimiento, de saber la anchura de los pasillos sentimentales, de imaginar un futuro habitable. Es decir, allí donde van a construir la continuidad de la vida. Y yo, que me lo miro en la distancia.

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