El correo americano

Las cosas que amamos

Xabier Fole

Xabier Fole

En una ocasión, la directora de un colegio privado estadounidense me condujo amablemente hasta un edificio y, señalándolo con el dedo, me dijo: “Esta es nuestra biblioteca”. De inmediato quiso puntualizar: “Pero no tiene libros. Ahora todo es digital”. Luego comprobé que, efectivamente, en aquel lugar no había libros. Era un aula de estudio; los estudiantes preparaban allí sus deberes y los profesores organizaban eventos e impartían clases especiales. Sin embargo, el edificio seguía llamándose “la biblioteca”. Quizás por lo que en otros tiempos había sido. Pero ya no era. Se trataba, en definitiva, de una biblioteca vacía (o vaciada). Y ese nombre engañoso generaba algo de confusión, pues el lugar no se ajustaba a la definición de la palabra que originalmente le habían asignado.

Si una biblioteca, cómo sugería Borges, es el infinito, una biblioteca vacía es, irremediablemente, la nada: la ausencia de páginas es la ausencia de vida. La exposición de su inexistencia física es la metáfora de una ruptura con la tradición impresa: se está redefiniendo el sitio que queda sobre sus ruinas. Despojar a una biblioteca de su elemento esencial, el libro, y usar su espacio para otras funciones, además de una incongruencia semántica, también es una perversión pedagógica. Porque los estudiantes, tras pasar horas en ese edificio, puede que acaben asumiendo, aunque sea de manera subconsciente, el nuevo significado que se le ha otorgado: la biblioteca termina por ser ese lugar, sin libros, donde se estudia, se organizan proyectos y se trabaja en grupo.

Una biblioteca no es solo una oficina de información en la que uno puede consultar datos. O un almacén para acumular obras literarias, diccionarios, periódicos, enciclopedias y archivos. O un centro donde realizar investigaciones académicas. La biblioteca es un mundo. Una embajada (de otros mundos). Un refugio al que acudes, como escribió Stephen King, cuando te ha fallado todo lo demás. Saber que está ahí, a disposición nuestra, aun no utilizándola en absoluto, tranquiliza. Porque quizás pensamos que podemos vivir sin ella, pero no podemos vivir (al menos libremente) sin poder elegir que queremos vivir sin ella.

En Estados Unidos, durante la época del New Deal, se construyeron decenas de bibliotecas para, entre otras cosas, conservar los libros que los nazis estaban quemando. Las bibliotecas eran “templos para las cosas que amamos”, según la agencia gubernamental (PWA) que llevó a cabo el proyecto. Gracias a esos templos (públicos) se educaron muchas generaciones. La biblioteca era entonces un símbolo de la libertad, de la democracia, de la igualdad de oportunidades. En palabras de John Steinbeck: “Por el grosor del polvo de los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo”.

Es verdad que ahora se puede acceder a casi todo desde el teléfono móvil y el ordenador. Muchos documentos están online, digitalizados, en la nube. Esto supone un avance para las propias bibliotecas: se agiliza el proceso de búsqueda y se mejora la organización del contenido. Los libros de papel, sin embargo, son la prueba tangible de que existe un escape para quien quiera recurrir a él, una puerta hacia otro mundo cuando el nuestro se vuelve hostil e incomprensible, una estructura sólida a la que agarrarse cuando azota la tormenta. Por eso la imagen de aquella biblioteca sin libros resultaba tan inquietante, como la de esos estudiantes que se reunían en ella, día tras día, acostumbrándose a ocuparla sin la presencia reconfortante de las cosas que amamos.

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