Las uvas de la ira de los traductores

Miqui Otero

Miqui Otero

“Te jodes, como dijo Herodes”, les escupen a los campesinos de Las uvas de la ira cuando los desahucian durante la Gran Depresión. “Me piro, vampiro”, escribe unas cuantas veces Céline en Viaje al fin de la noche. Aquella flapper de la novela de Fitzgerald acepta un cóctel soltando su frase favorita: “Guay del Paraguay”. El ciego mira al Lazarillo y le dice: “Lo llevas clarinete, pinfloi”. Y, prestad atención, que aquel personaje de Sally Rooney descuelga flemáticamente su iPhone: “¿Digamelón?”.

Sería justo, y hasta poético, que los traductores literarios españoles se dedicaran unos meses a emplear expresiones de hace 20 y 30 años al traer a nuestras lenguas tanto clásicos de la literatura como novedades editoriales. Lo sería porque sus tarifas están congeladas desde entonces. La ACE Traductores, asociación que vela por sus derechos, acaba de publicar un manifiesto donde expone que cobran lo mismo (en algunos casos, menos) que hace décadas.

Por supuesto, un trayecto en autobús no cuesta lo mismo. Ni las guarderías. Ni, especialmente, el aceite de oliva. No hablemos ya de objetos de lujo como el aguacate, por el que se paga más que por una estatuilla de Lladró en 1993. Desde 2013, el IPC ha subido un 17,7%. Y, sin embargo, ellos siguen cobrando lo mismo.

A nadie le interesan las novelas y eso se traduce en una industria precaria, dirá aquel youtuber neoliberal. No es cierto: se espera un crecimiento de un 5% en la facturación a final de año, con una cifra por encima de los 1.100 millones de euros, la más alta de la década.

Cuando se habló de una aplicación de inteligencia artificial que traducía vídeos, en España se empleó desde el primer momento para hacer clips cómicos virales, en los que Feijóo armaba sus frases cubistas en un inglés fenomenal o una concursante de Gran Hermano se declaraba a una vaca en italiano. Muchos eran tronchantes, pero lo que se deriva del fenómeno es que en España nos hace gracia ver a alguien hablar en otro idioma, precisamente porque es un país rácanamente monolingüe.

Si los traductores, que atrapan la complejidad de una realidad gracias a la precisión lingüística para interpretarla desde aquí y ahora, han sido esenciales en algún país europeo es en este. Y, sin embargo, insistimos en maltratarlos. Últimamente parece que algunos aparecen en las cubiertas de los libros: para mí es una garantía si ahí veo el nombre de Inga Pellisa o de Javier Calvo. Yo crecí leyendo libros de segunda mano, publicados entre los años 50 y 80, que compraba en un mercadillo de mi barrio. Era habitual no entender nada de una novela de Gógol o descubrir en una novela de Kingsley Amis la frase: “Aquella chica era su taza de té” (no es que fuera una versión de Alicia en el país de las maravillas, sino una aberración literal de una expresión inglesa). Eran, en algunos casos, traducciones en un país en proceso de alfabetización, pero es que parece que quieran que volvamos a esa calidad.

Ya como autor traducido, he recibido alterados correos de madrugada donde un traductor alemán me decía, preocupadísimo en su cubil de Berlín: “¡No logro entender qué es pulutant y tampoco quicir!”. Un tipo que luego escuchó (ese es el nivel de compromiso) con una paciencia heroica que todo provenía de la imitación de un tal Núñez, presidente del Barça.

Siempre se ha cobrado más por traducir un manual de instrucciones de un lavavajillas que una novela de Balzac. Y va a peor. Y quien no se alarme ante eso es que no se entera, Contreras.

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