Bloqueo y normalización

Antonio Papell

Antonio Papell

Los últimos años de nuestra andadura democrática que arrancó con la Constitución de 1978 están siendo muy revueltos, ya que por un cúmulo de factores —el desgaste de los viejos partidos, las crisis económicas y sanitarias de ámbito global, etc.—, ha proliferado un inestable multipartidismo que ha dificultado la generación de mayorías de gobierno. Frente a las épocas del bipartidismo imperfecto en que la mayoría era automática o por lo menos sencilla de conseguir, ahora las mayorías se forman mediante la negociación y el pacto. Y quien piense que semejante método resta legitimidad al proceso democrático es que no conoce la entidad real del parlamentarismo. De hecho, la democracia es el gobierno de la mayoría con respeto y participación de las minorías.

El elemento inquietante de esta ardua contemporaneidad es que no se ha cumplido el presagio del “final de la historia” que enunció Fukuyama con un optimismo poco fundamentado (como es conocido, el sociólogo norteamericano pensó que el fin de los bloques representaba el triunfo incontestable del demoliberalismo). Es cierto que ha terminado la polarización entre los modelos capitalistas y colectivistas ya que estos últimos perecieron con el muro de Berlín en los años 80. Sin embargo, está muy lejos de ser cierto que la democracia occidental basada en el sufragio universal y en la separación de poderes sea ya el arquetipo incuestionado e incuestionable. Además de seguir existiendo cerradas dictaduras que por su propia naturaleza no quieren ni necesitan ni pueden justificarse —China, Irán, Corea del Sur, Venezuela, Cuba—, sigue existiendo una opción alternativa al demoliberalismo, formada por las diversas variantes “iliberales”. El deterioro de los sistemas democráticos convencionales ya no da paso a modelos comunistas, al temido y temible socialismo real, pero sí a fórmulas autoritarias que contienen diversos elementos dictatoriales. Como es sabido, Polonia ha optado este domingo por regresar de nuevo al europeísmo democrático, pero sigue habiendo cuatro países de la UE en cuyo gobierno hay partidos de extrema derecha (Italia, Finlandia, Hungría, Letonia), y el gobierno conservador sueco se mantiene gracias al apoyo externo de la extrema derecha. Por el contrario, en Alemania y en Francia, las fuerzas democráticas han acordado mantener un rígido y riguroso cordón sanitario en torno a la extrema derecha, por lo que el neofascismo no participa en las ecuaciones de poder.

En el caso español, la eclosión de partidos que tuvo lugar a partir de las elecciones generales de 2015 se ha ido reduciendo poco a poco y estabilizando (ha desaparecido de facto Ciudadanos, y Sumar y Vox se han reducido de tamaño), aunque en nuestro país siguen jugando un papel relevante las formaciones nacionalistas periféricas. Esquemáticamente, nuestro modelo parece haberse equilibrado en dos partidos hegemónicos, los clásicos de centro-derecha y centro-izquierda; en otros dos más extremados, una izquierda catch-all que engloba a comunistas y populistas, y una extrema derecha semejante a las que proliferan en Europa. Además, una treintena de escaños están en poder de los nacionalistas: hay sendos partidos nacionalistas catalanes de centro-izquierda y de centro-derecha, similares a otras dos formaciones vascas, y algunos diputados más periféricos de organizaciones regionalistas.

El modelo es sin embargo conflictivo por una razón evidente: la existencia de una formación de extrema derecha, normalizada por el Partido Popular, bloquea la alternancia, ya que ninguna formación nacionalista pactará con un grupo ultra que rechaza ciertos derechos inalienables y niega el estado descentralizado y se propone regresar al centralismo franquista.

En suma, el modelo actual, caracterizado por la fuerte polarización PP-PSOE, otorga un poder exorbitante a las minorías nacionalistas, que en casos como el actual son dueñas del fiel de la balanza. Y parece muy evidente que el cambio electoral experimentado entre las elecciones autonómicas y municipales de mayo y las generales de julio se ha debido a lo insoportable que resultaría a todos, derechas e izquierdas, la presencia en el gobierno de un vicepresidente de Vox.

Feijóo ya ha comprobado en carne propia tal bloqueo, las consecuencias de semejante anomalía. El ímpetu renovador que mostró la sociedad española en las elecciones locales cedió el paso al rechazo al extremismo ultra que mostró en las generales. Y en esas seguiremos por ahora.

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