La octava transgresión

José Manuel Otero Lastres

José Manuel Otero Lastres

Si vuelvo la mirada hacia el tiempo que he vivido puedo afirmar que oí hablar de los pecados con mucha más frecuencia durante mi infancia y mi juventud que ahora. Tanto en el colegio religioso en el que me eduqué como en los primeros años de universidad, el pecado era en ese tiempo una realidad bastante presente en nuestra vida cotidiana. En los últimos años, en cambio, apenas se oye hablar de este tema.

En el ámbito literario, en cambio, tuvo singular fortuna la obra de Fernando Díaz-Plaja titulada El español y los siete pecados capitales. Afirma Díaz-Plaja que escribió esta obra para utilizarla como piedra de toque para estudiar la posición de los españoles ante cada uno de esos pecados. Y, de las conclusiones a las que llegó, me parece destacable la siguiente: “Un pecado no puede llevar en sí mismo ninguna virtud, pero en algún caso es capaz de producir valores positivos. Por ejemplo, la soberbia ha dado a luz a Don Quijote, que quería ¡él solo!, limpiar a su patria de malvados y encantadores; en términos más amplios es la madre de una característica que los extranjeros han admirado desde hace muchos años: es la dignidad, esa forma única “de aparecer en pie, aun estando de rodillas, bien vestido estando desnudo, bien alimentado cuando ronda el hambre”.

No hace mucho que me planteé cómo le habría ido en nuestros días a los siete pecados capitales, que, como recordarán, son la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza, y son dos las preguntas que me hago. En primer lugar, si seguirían llamándose “pecados” o si reciben hoy otra denominación. Y, en segundo lugar, si continúan siendo solo siete o ha surgido modernamente algún otro que merezca figurar en la lista.

La respuesta a la primera pregunta aconseja que adoptemos una actitud comprensiva: que no seamos excluyentes, sino incluyentes. La expresión “pecado” está inevitablemente unida a la religión cristiana. Así lo demuestra el hecho de que en el Diccionario de la RAE en la palabra pecado figura la expresión “pecado capital”, cuya acepción es “según la doctrina cristiana, pecado de los siete que son fuente o principio de otros; p.e. la soberbia”. Por lo cual, la conclusión a la que debe llegarse es no sustituir la palabra pecado por otra, sino conservarla porque refleja su origen cristiano. Pero sentado lo que antecede, ¿cabría proponer algún otro término que actualizase el concepto? Creo sinceramente que se puede sugerir el uso de “transgresión” que es una palabra que forma parte del significado de pecado (“transgresión consciente de un precepto religioso”). Eso sí, con el matiz de que se trata de la transgresión de un precepto o regla que no tiene por qué tener necesariamente carácter religioso.

Respecto de la pregunta de si modernamente ha surgido algún otro pecado capital o, aceptada la palabra que se acaba de proponer, si hay una “octava transgresión”, debo señalar que no he sido el primero que ha sentido esa misma curiosidad. En efecto, Jaime Merino publicó el 28 de febrero de 2015 en el periódico Información un artículo titulado “El octavo pecado capital: el pasotismo”. Al igual que él me pregunté si existe o no un octavo pecado capital o una octava transgresión, y mi respuesta es también afirmativa. En lo que no coincidimos es en cuál es esa octava transgresión.

Para mí, hay una nueva transgresión, que no sé si tiene carácter universal, pero sí que abunda entre los españoles. Es una transgresión única pero monstruosa porque tiene tres cabezas: odio, rencor y resentimiento. Emulando —y les pido perdón por hacerlo— al genial Quevedo, que habló de que “El Casar” se desposó con “La Juventud” y tuvieron dos hijos “Contento” y “Arrepentir”, pienso que se podría decir que se casaron la Envidia y la Ira y que tuvieron como hijo al tricéfalo: “Odio-Rencor-Resentimiento”.

La envidia es “Tristeza o pesar del bien ajeno”; o bien “Emulación, deseo de algo que no se posee”. Mientras que la Ira es “sentimiento de indignación que causa enojo; apetito o deseo de venganza; furia o violencia de los elementos de la naturaleza; repetición de actos de saña, encono o venganza”. Pues bien, de ese deseo irreprimible de poseer el bien ajeno, aderezado con el enojo, la furia, la venganza y el encono por no conseguirlo, nació una nueva pasión desordena del alma que es el odio-rencor-resentimiento, que es la aversión hacia otros, cuyo mal se desea y se procura.

El número de estos monstruos tricéfalos es mucho mayor de lo que creemos. Y crece sin parar. Pero no es fácil descubrirlos, porque, como dijo Marañón refiriéndose a la variedad de los resentidos, son hipócritas y suelen revestirse de una especie de falsa virtud, que engaña a los distraídos. Al contrario que Unamuno, que calificaba el resentimiento como “pecado capital” —de mayor gravedad incluso que la ira y la soberbia, añadía—, Marañón lo considera como una perturbación o afecto desordenado del ánimo. Otra característica del rencoroso-resentido es la desarmonía que existe entre su capacidad real para triunfar y la que él se atribuye. Por eso, el fracaso es fruto del destino o culpa de los demás, nunca de ellos mismos; y el triunfo, lejos de curarlo, lo empeora, ya que lo reafirma en la justificación de su rencor-resentimiento. Pero lo más grave de este pecado del alma es que no tiene curación, porque su única medicina es la generosidad. Y esta nobilísima pasión, como dice el maestro Marañón, nace con el alma: se puede fomentar o disminuir, pero no crear en quien no la tiene. Yo extiendo las consideraciones de estos maestros al monstruo tricéfalo.

Por eso, pienso en la razón que asistía a Shakespeare cuando escribió que la ira (uno de cuyos hijos es, no lo olvidemos, el monstruo tricéfalo) es el veneno que uno toma esperando que muera el otro. Lo malo es que esta octava transgresión está socavando profundamente la en otros tiempos conseguida convivencia pacífica entre la ciudadanía.

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