El portero de tu finca te mataría

Miqui Otero

Miqui Otero

Es manipulador, retorcido, oportunista, sádico, calculador, maquiavélico, tímido en el reconocimiento de la falta y expeditivo en la ejecución de la maldad. Su afición son las plantas carnívoras y su oficio, la venganza de clase. Es una bellísima persona. Y siempre saludaba. Es Eliseo, siempre pulcro y atildado, con su mocho, su bigotito y su chalequito de lana color pastel, el portero de una finca de gente ricachona en la serie argentina El encargado, en Disney+. Esta semana, días después de las elecciones donde arrasó Javier Milei, se estrena la segunda temporada, pero venimos a comentar la primera, que arranca cuando el presidente de la escalera decide impulsar un proyecto: colocar una piscina en la azotea donde él vive, forzando su despido y su desahucio.

A partir de ese arranque, el encargado, interpretado por un magnético Guillermo Francella, tan divertido como terrorífico, se encargará de intrigar, de tender trampas y boicotear a los vecinos del edificio para que voten en contra del proyecto en la reunión final. “I must be cruel / only to be kind”, recuerdo que le dice Hamlet a su mamá tras haberse cargado a Polonio. Debe ser cruel, porque es piadoso. O incluso: debe ser cruel para ser piadoso, o majo, o justo, “para que lo malo empiece / y lo peor quede atrás”. Y eso es lo que hace Eliseo. Como buen portero de finca, dispone de dos cosas: información y llaves de los pisos. Eliseo es el pícaro, el gran héroe de la literatura universal, que se busca la vida echando mano de lo único que tiene: la inteligencia. Explota infidelidades, descubre secretos y juega con los sentimientos y debilidades de todos los vecinos. “O sea, los putía pero bien”, me dijo el portero de mi edificio, después de una carcajada, cuando le comenté el argumento de la serie para recomendársela. En el sótano tiene (Eliseo, no mi querido portero, espero) unas pizarras donde apunta pruebas e indicios y donde marca con una X los que votarán a su favor.

Mientras él se enfrasca en sus tejemanejes, nosotros descubrimos el mal neoliberal en esa finca magnífica. El machismo, cuando la mujer reacciona con indiferencia ante el flirteo inventado del marido millonario. El racismo y el clasismo, cuando una pareja joven hippy pero forradísima, que se refiere a ella como “la chica que nos ayuda”!, explota a su asistenta. La memoria de la infamia, encarnada por un militar torturador durante la dictadura, ahora aquejado de demencia. O el sesgo de clase de la tecnología, cuando una Roomba (que Eliseo se encarga de tirar por la escalera para hacer pasar el homicidio por suicidio: “Lo hacen mucho”, dice) amenaza su puesto. Eliseo es capaz de simular la enfermedad terminal de un niño o de meter a un ‘homeless’ en un piso. Cruel y majo, como escribió Shakespeare y cantaba Nick Lowe.

Porque Eliseo puede llegar a ser despiadado con los inquilinos, pero conecta (parece que les escucha y habla en otra frecuencia) con la niñera, la asistenta, el ayudante en la portería (el único momento donde llora está relacionado con él) o con un ‘homeless’.

De algún modo, Eliseo sabe y compensa todo como si fuera una especie de versión cabrona y con olor a agua de colonia del Estado del bienestar, ahora en duda, también en su país. Soporta a niños consentidos que organizan fiestas cada noche, a adolescentes que lo chantajean sexualmente y solo se estampa contra algo: el dinero, que a veces parece valer más que toda la información y astucia que él atesora. “Y aun así les ganaré, porque los conozco mejor de lo que se conocen ellos”, dice.

Uno de los momentos clave de la serie es cuando decide sabotear el ascensor, para que la reparación, muy cara, suponga la cancelación del proyecto de la piscina. Hay algo también simbólico en ese ascensor (también el social) averiado e inmóvil.

A mí la serie me la recomendó el sabio Santiago Segurola y, además de las carcajadas y la excitación epicúrea que dan las mejores novelitas de misterio, en cada capítulo encuentro una elegante reflexión sobre cómo funciona nuestro sistema y las cabezas de los que más se benefician de él. Una especie de 13 Rue del Percebe con aún más rabia de clase, que sirve para soltar unas risas y luego quedarse muy serio. Justo el doble gesto que esboza Eliseo, héroe y villano, cada vez que ve a uno de sus vecinos pijazos. La sonrisa, primero, cuando los saluda y el cabreo, después, cuando se van: “La concha de su madre”.

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