Quiero ser el avatar de Kiss un lunes

Miqui Otero

Hasta ahora, la gran leyenda urbana sobre la banda Kiss hablaba de que Gene Simmons se había injertado una lengua de vaca de casi 14 centímetros para poder sacarla a pasear en los escenarios y en la cama. Desde el pasado fin de semana, seguramente será que seguirá ofreciendo conciertos, junto al resto de su banda maquillada, durante siglos. Lo del rock eterno hecho realidad, como en la maldición de un mito clásico (Atlas sosteniendo el cielo), pero al revés. Kiss ofrecieron este fin de semana su último bolo carnal en el Madison Square Garden de Nueva York. Se despidieron con Rock and Roll All Nit, pero cuando los muñecos de carne y hueso terminaron, aparecieron sus avatares digitales gigantes para ofrecer God Gave Rock’n’Roll To You Pt. II. “Podremos ser jóvenes e icónicos para siempre”, dijo Simmons.

Hasta ahora, ya fuera con 2Pac o con Sinatra, eso sucedía después de la muerte del artista, pero Kiss han preferido hacerlo en vida, el sueño de todo prejubilado. Sus avatares, generados por la empresa de George Lucas y por los responsables de los inventos virtuales de Abba, llegaron para quedarse. Uno de sus responsables, Per Sundin, afirmó: “¿Harán más conciertos? ¿Una ópera rock? ¿Una película de dibujos? ¿Un videojuego, una historia, una aventura?”.

Y aquí es donde yo me planteo: ¿hacer cola en plaza de Letamendi por un error de Hacienda?, ¿una inoportuna visita al dentista?, ¿una reunión en el colegio de los niños para debatir sobre la primavera?, ¿la rutinaria visita al bonÀrea de los lunes encapotados para comprar básicos para la nevera?, ¿la yincana demencial para poder emitir con éxito una factura a un organismo público?, ¿emparejar los calcetines perdidos el domingo por la tarde mientras suena el Carrusel deportivo?

Creo que la tecnología se está aplicando pésimamente. No hablo tanto del abuso de las pantallas o de la adicción a las redes sociales, sino de que se enfoca por ejemplo al brillo del mundo del espectáculo, más allá de la muerte, cuando se debería consagrar a lo humano, toda exigencia cotidiana que hace menos tolerable la vida. Querría un avatar (gafas redondas, patillas, diastema, a ser posible más esbelto y espigado) para las actividades nombradas, entre muchas otras. Poder enviarlo a pasar la ITV y a cocinar las lentejas de batalla. Incluso, como dijo Simmons, usarlo para que nos recuerden más jóvenes y frescos: mandarlo, qué sé yo, a una cena de exalumnos. Para lo otro, para el mundo del arte, no me parece tan necesario. Una condición para que un mito perdure es precisamente que quien lo inspiró desaparezca. Es decir, el mito suele brillar por su ausencia, cuando no está. Si seguimos teniendo a mano a Elvis, a John Lennon o incluso a Kiss no dejamos espacio a fabular con lo que fueron ni a nuevas estrellas.

Cuando fallece alguien importante, los diarios y las redes suelen elegir fotografías de cuando el personaje tenía menos de 35. Es algo que se hace de forma intuitiva y que viene a decir que preferimos recordarlo así. Lo de Kiss es ir más allá en esta manía. Si eso es lo que nos sucederá, por qué no adelantarlo y dejar ir a nuestro avatar más lozano a echar una pachanga al fútbol (así sería menos lamentable), enviar a nuestro avatar a una cena de reconciliación o de mantenimiento con nuestra pareja (recuperar así esa chispa en los ojos) o forzarlo a escribir la columna semanal cuando las ideas escasean y la vida nos sobrepasa. Yo quiero ser el avatar del cantante de Kiss bajando a por el pan. Y me contento con ser yo mismo leyendo una novela en el sofá mientras él hace la colada.