Pan duro y un cubo de agua para los camellos
Malgasto una buena tajada del día cribando diarios de escritores en busca de vivencias y remembranzas de la víspera de Reyes. En vano. Jaime Gil de Biedma habla de una cena con Juan Goytisolo el 5 de enero de 1978 en el restaurante Amaya a la que acude a contrapelo, porque está acatarrado, con décimas de fiebre, y por el recuerdo de un “monumento al tedio” en anteriores encuentros con él. Desde un Madrid nevado, de postal, César González-Ruano consigna en su cuaderno, el martes 5 enero de 1965, la muerte de T. S. Eliot, quien escribió un poema sobre el largo viaje de los monarcas de Oriente y sus camellos, “irritados, doloridos, refractarios”. Mary, la compañera de Ruano —fue mejor escritor de periódicos que persona—, se ha encargado “de las compras de roscones y todas esas cosas”.
Poco más. O no he sabido rastrillar. Las fiestas navideñas constituyen una especie de ciénaga en los dietarios, incluso en los del minucioso y metódico Rafael Chirbes. O bien los autores se encuentran embebidos en el trabajo, o pegan un salto olímpico hasta mediados de enero, cuando el rumbo se endereza.
Pretendía revivir la temblorosa expectación, la inquietud infantil previa a la llegada de los astrólogos errantes. Los zapatos bien lustrados junto a la ventana. Polvorones, turrón y tres copas de coñac Terry, el de la malla amarilla, para Melchor, Gaspar y Baltasar. Un cubo de agua y pan duro para los camellos. Sus majestades podían subir a pulso con una cuerda hasta el cuarto piso, como en el gimnasio del cole, de acuerdo, pero ¿las monturas? Daba igual. Los hechizos exigen la suspensión de la incredulidad. El corazón desbocado y un insomnio que malvivía con el requisito de dormirse como un tronco porque, de otro modo, pasaban de largo.
Un buen día, cuando se reanudaron las clases, una niña aseguró durante el recreo que había sorprendido a los reyes con las manos en la magia en la noche de autos. Le seguí la corriente. Yo solo había pillado a uno y de refilón, dije, pues se esfumó en cuanto entré en el comedor, dejándome apenas entrever la capa de terciopelo malva y un extraño tocado que no era turbante ni corona, sino una especie de capirote, como el del mago Merlín de Disney.
La deliciosa e inolvidable angustia de aquellas vísperas. Luego, la vida enseña a embridar las expectativas, el lento aprendizaje de la decepción, las deserciones. Pero, al mismo tiempo, resulta fundamental el salvoconducto del niño que fuimos para seguir viviendo. En mi carta a los reyes pido que la salud se derrame como un maná sobre las buenas gentes, tiempo para dilapidarlo a mi gusto en búsquedas inútiles y lluvia. Cubos y cubos de agua. Que jarree.
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