Crónicas galantes

Enseñanzas de la pornografía

Ánxel Vence

Ánxel Vence

El Gobierno, que siempre está prohibiendo algo, va a cerrar el acceso de los menores de 18 a las páginas de pornografía en internet. Es algo así como ponerle puertas al campo, por más que los técnicos gubernamentales digan haber ideado un método que verificará la edad del usuario sin desvelar su identidad.

A los chavales, que son gente versada en los intríngulis de la informática, no les costará gran cosa vadear cualquier cortafuegos. Los más perezosos recurrirán, como antaño, a sus comprensivos hermanos mayores para que les abran la puerta. Cuando las hormonas están en ebullición, no hay gobierno que las enfríe.

Lo que ha llevado a las autoridades a meter mano en este asunto es la desaforada afición que los críos profesan al porno. Según los datos del Gobierno, siete de cada diez adolescentes de entre 13 y 17 años ven habitualmente vídeos de culos y gemidos; y más de la mitad de los que tienen de 12 a 15 lo han hecho alguna vez.

Otra encuesta de la Fundación FAD Juventud cifra en un 62 por ciento la proporción de jóvenes de entre 16 y 29 años que consumen porno con regularidad. Los chicos bastante más que las chicas, aunque también existan aficionadas.

Tampoco hay una opinión unánime sobre los efectos que la pornografía pueda ejercer en los cerebros en formación. Una mayoría de los consultados en la antes mentada encuesta aseguran que la visión de estos vídeos de primera ha mejorado su destreza en la práctica del coito. De ser cierta, esa apreciación daría cierto carácter educativo al porno; pero son mayores y más graves las consecuencias perniciosas.

Un 37 por ciento de los encuestados admite que los vídeos porno —o al menos, algunos de ellos— promueven la violencia sexual. Y aun son más, un 43%, los que consideran que en ellos se fomenta la discriminación de la mujer.

Razones podría haber, por tanto, para que el Gobierno se preocupe por los efectos de la pornografía sobre la (mala) educación sentimental de los rapaces. E incluso la de los mayores.

A favor de la condición educativa de este género cinematográfico solo aboga, hasta donde se sabe, la Academia fundada en 2015 por Rocco Siffredi, famoso astro del porno ya jubilado. El italiano Siffredi, émulo de su compatriota Casanova, decía haber fornicado tres veces al día durante años con toda suerte de señoras en un rango de edad que abarcó desde los 18 a los 80.

Maestro en el sentido clásico de la palabra, Siffredi utiliza ahora esa profusa experiencia amatoria para instruir en su Academia a los jóvenes deseosos de abrirse camino como actores en la ciencia e industria del porno.

Fuera de esas dudosas enseñanzas, la pornografía —o una parte de ella— es asunto delicado en la medida que puede cosificar a la mujer y normalizar la violencia en las relaciones sexuales. Nadie reprochará al Gobierno su propósito de vedar a los chavales la visión de esas peliculillas en las que la abundancia de gemidos suple la falta de guion.

Otra cosa es que lo consiga. Más fácil lo tenían, desde luego, las iglesias y los regímenes comunistas que prohibieron expeditivamente el porno a cualquier edad para que el pueblo no cayese en el vicio solitario. Sobra decir que con escaso éxito.

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