Inventario de perplejidades

El equipo blanco y los jugadores negros

José Manuel Ponte

José Manuel Ponte

Cuando era escolar, los que intercambiábamos postalillas con la cara de los jugadores de la Primera División éramos legión. Y los que jaleaban el hallazgo de un futbolista negro o mulato, como si se tratase de una pepita de oro en un yacimiento sobreexplotado, unos chiflados a punto de enloquecer.

En la ciudad donde yo nací, solo se tenía conocimiento de un negro fenomenal, el marroquí Ben Barek, que había sido fichado por el Atlético de Madrid, para hacer pareja de ataque con Carlsson, un sueco menudo y muy rubio. Ben Barek era un espigado malabarista que hacía con el balón lo que le daba la gana y Carlsson, un pequeño rubiales de explosivo regate corto.

Durante años no hubo jugadores de raza negra en las escuadras españolas. En parte, porque el proceso descolonizador no fue abundante en subsaharianos que pugnasen por quedarse a vivir en la Metrópoli y, por otra parte, porque la sintonía entre el régimen de Franco y los que protagonizaron Hitler y Mussolini favorecía el supremacismo blanco. Además de eso, los presidentes de los equipos de fútbol españoles solían ser personajes bien vistos por el régimen y su extensa red de negocio, mobiliario e inmobiliario. El halago al jefe, anticipándose a sus gustos, es una característica de esa clase de totalitarismo. Y entre otros valores entendidos, pero no expresados de boca para fuera, restaba de poner una plantilla de jugadores de piel blanca. En esa línea (“a seguir en esa línea”, se decía cuando había que elogiar el trabajo de un camarada) destacó, entre otros, el Real Madrid. Y tuvo que llegar el año 1958 para que el equipo de Concha Espina admitiera en su nómina a Didí, el fenomenal jugador brasileño que capitaneó a la canarinha en la conquista del Mundial de Suecia (en ese mismo torneo destacó un niño llamado Pelé, que acabó siendo oficiosamente el Rey del Fútbol). El presidente del equipo blanco, Santiago Bernabeu, creyó que la llegada de Waldir Pereira, Didí, completaba una delantera inmejorable donde ya hacían diabluras el argentino Di Stefano, el francés Kopa, el húngaro Puskás, los españoles Gento y Del Sol y ya pedían paso los coruñeses Amancio y Jaime Blanco y el compostelano Veloso. Pero el pescador de Santa Pola no acertó. Demasiados genios para frotar la lámpara. Didí no acabó de acomodarse al estilo de juego del Madrid, y no por falta de técnica, era el inventor de la famosa folha seca, un golpeo del balón con efecto que imitaba los cambios de dirección de las hojas al caer de los árboles en otoño. Volvía locos a los porteros.

La “lucha de egos”, ese coñazo coloquial que todavía nos abruma, hizo incómoda la convivencia en el vestuario, y a esa circunstancia deberíamos añadir la falta de adaptación de la esposa de Didí al ritmo de la vida madrileña. Todo lo cual nos debería confirmar que la concurrencia de interpretar no da como resultado la excelencia del juego. Véase sino el caso del equipo francés del Paris Saint-Germain, gastaron un dineral en comprar jugadores de la talla de Neimar, Messi y otros, pero resultó un fiasco. En cambio, ahora, en el Real Madrid, la mayoría de jugadores son portentosos atletas de raza negra que escapan al control de sus oponentes a base de mover las piernas con enorme vigor. “Vigoooooooroooorrrrrrrrrrrrrrrrrrrr”, que dirían los locutores deportivos en la fase final de su placentero proceso orgásmico.