Inventario de perplejidades

Cuando todo es pertinaz

José Manuel Ponte

José Manuel Ponte

En el tardofranquismo, cuando empezaba a decaer la salud del dictador era tanto como decir que empezaba a decaer también la salud del régimen político que había creado el general ferrolano. Hasta ese punto llegaba la simbiosis entre una cosa y la otra. Se acatarraba el dictador y en la misma medida tosía y moqueaba la entera estructura del sistema. Así pues, una vez descartada la posibilidad de un cambio revolucionario, las especulaciones sobre el comportamiento del Generalísimo se sucedían velozmente. Entonces, Franco, que iba entrando en la vejez sin dejar de cumplir los rituales de conducta y los protocolos de cuando tenía cincuenta años, era un hombre vigoroso que firmaba sentencias de muerte después de cenar. Las observaciones sobre el estado físico del dictador circulaban de boca a oreja por todo el reino procurando no traslucir sentimientos de contento o pesadumbre demasiado explícitos.

Al parecer, un periodista asturiano escribió esta frase: “Dicen que murió el raposo” y todo el mundo interpretó que se refería a Franco. Y algo parecido ocurrió con una anécdota acaecida durante una reunión del Consejo de Ministros en el Palacio de El Pardo. Según esa versión, el sátrapa ferrolano se dormía cada poco y balbuceaba unas palabras que ninguno de los presentes sabía interpretar. “Se oye algo así como Aña y Eta”, dijo uno de los ministros interpretando que Franco, aún bajo los efectos de un síncope, no perdía el sentimiento patriótico ni ninguna de sus obsesiones políticas. Todos coincidieron en esa versión, menos uno que dio en el clavo. “La caña y la escopeta nos está pidiendo”.

Eso sucedía en el tardofranquismo, como quedó explicado ut supra, pero si nos retrotraemos a la década de los cuarenta, de los cincuenta y de los sesenta lo que caracterizaría a la España de Franco era la política de regadíos y de construcción de pantanos. Una necesidad primordial, dado el perfil de territorio semiafricano de la mayor parte de la nación. Con cíclicas sequías de larga duración que obligaban a vírgenes y santos de nuestra particular devoción a salir a la calle para pedirle al cielo que sacie con lluvia la sed de nuestros campos. Normalmente, los curas se resistían a sacar en procesión a toda la santería hasta que la estadística apuntaba a que un chaparrón estaba a punto de descargar abundante agua sobre las cabezas del campesinado. Y también era peligroso para el nacionalcatolicismo que los fieles perdiesen la fe en la tradición.

El que nunca perdió la fe en su política de aprovechar los recursos hídricos de los ríos españoles fue el dictador. Los noticiarios del NO-DO ofrecían imágenes de los lugares donde se iban a construir presas y pantanos que transformarían el paisaje al tiempo que alimentaban la industria eléctrica, la agricultura, la ganadería y el consumo humano. Finalizada la obra, en la que seguramente habrían muerto (pura estadística) un número indeterminado de obreros y se habrían producido también violentos enfrentamientos con los habitantes de la comarca opuestos al proyecto, el NO-DO nos pasaba imágenes triunfales del Generalísimo poniendo en marcha las nuevas instalaciones.

El dictador pronunció muchos discursos contra la “pertinaz sequía” que castigaba al campo español. Llegada la democracia se hicieron muchas bromas sobre el calificativo de “pertinaz” como si la falta de agua fuese responsabilidad del régimen. Se ve que no.