Opinión | Crónicas galentes

La imaginaria quinta provincia

Suele decirse que los gallegos repartidos por el mundo forman la quinta provincia de este reino; pero eso es solo a efectos contables. Del casi medio millón de votantes censados en el extranjero, tan solo 29.300 ejercieron el sufragio en las últimas elecciones: apenas un 6 por ciento. Lógicamente, sus votos no han cambiado nada.

Según el censo electoral, son 2.693.639 los ciudadanos con derecho a voto en Galicia. Si tenemos en cuenta que el total de la población es de 2.705.877, habría casi tantos votantes como vecinos y hasta los bebés podrían votar. Se trata, claro está, de un mero artificio aritmético.

De esos 2,7 millones de hipotéticos votantes, unos 476.000 viven fuera de Galicia y, en muchos casos son hijos o nietos de emigrantes que nunca han puesto pie en su territorio. El medio millón de electores más bien fantasmales corresponde al Censo de Residentes Ausentes (o CERA), de lo que no queda sino deducir que este es un país de ausencias, como ya observó en su día Rosalía Castro.

Solo un reino de fábula cunqueiriana como Galicia puede contar con casi 500.000 votantes que, en realidad, no votan. Un 94 por ciento de ellos renunció a hacerlo el pasado día 18: y sería injusto reprochárselo. Carece del menor sentido que la gobernación de Galicia la decidan quienes hace ya muchas lunas que no viven aquí o ni siquiera conocen las tierras de sus antepasados.

Quizá eso explique que las campañas electorales se desarrollasen hasta no hace mucho a caballo de dos continentes. Ahora ya no es costumbre, pero en anteriores comicios los candidatos solían hacer campaña al otro lado del charco para convencer a sus eventuales votantes de Ultramar. Lo mismo daban un mitin en el Santiago de Compostela que en el de Chile.

Siempre planearon sospechas sobre ese voto, cierto es. Allá por el año 2001 se constató la existencia —es un decir— de unas 3.000 personas mayores de 105 años en el censo de emigrantes gallegos en Buenos Aires. Tan pasmosa longevidad no se debía a los aires sin duda salutíferos de la capital argentina, sino a la desidia de los burócratas encargados de borrar a los cadáveres del padrón.

También pudiera ocurrir que el alto espíritu democrático de los gallegos los llevase a cumplir con la obligación cívica del voto, ya fuese en vida, ya desde la tumba. A fin de cuentas, la parroquia de los vivos y la de los muertos conviven con toda naturalidad en Galicia.

Los difuntos, organizados en Santa Compaña, son gente de gran disposición que acaso sientan la necesidad de abandonar por unas horas su lugar de sepelio para ejercer el voto de ultratumba. Aun así, no faltaron malpensados que atribuyesen esos sufragios a la mediación de algún agente electoral con pocos escrúpulos.

Como quiera que fuese, el voto de la emigración —viva o muerta— ha dejado de tener la importancia que en su día se le confirió. No hay más que ver ese 94% de electores transoceánicos que han renunciado a usar su papeleta en estas elecciones.

Imaginaria y levitante como aquel Castroforte del Baralla que inventó Torrrente Ballester en su Saga/Fuga, la llamada quinta provincia es una de esas fantasías en las que tanto nos gusta recrearnos. Aunque uno de cada cinco votantes viva allí.

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