Opinión

El malestar del campo

No hemos de dar nada por sentado, nos sugería esta semana Margaret Atwood en una entrevista en la que tanto hablaba de literatura como de feminismo y daba, entre líneas, las recetas de un buen vivir. Para pasar hojas de un calendario hace falta cierta dosis de pragmatismo, de sentido común con un punto de fuga que lleva a donde habita la imaginación, y Atwood despliega todo un corpus de sana supervivencia en tiempos inestables.

Nuestro cerebro toma continuamente microdecisiones más o menos complejas para permitir que sigamos adelante, desde respuestas tan automáticas como el bombeo de aire o sangre que alimenta nuestro corazón hasta ese civismo que nos hace frenar ante un semáforo rojo. Decisiones aprendidas o reflejas, tomadas tras la observación del entorno, a partir de la imitación y la prueba-error, igual que un gps necesita información antes de trazar un recorrido. Somos muy máquinas, según se mire, con nuestras rutinas y nuestros reflejos, nuestras agendas y compromisos que parecen inasumibles de conciliar y que como por arte de magia se cumplen. En el fondo nos pasamos la vida calculando probabilidades en un intento de no dar pasos en falso en una vida de un funambulista, en un equilibrio se diría que imposible sobre una cuerda que se balancea a mucha altura pero de la que pocas veces somos conscientes, no podríamos vivir siempre con ese susto en el cuerpo. Damos por sentado que tendremos siempre techo, agua caliente, padres e hijos, al gato con el que hemos crecido, son creencias que tenemos implantadas como la misma piel. Y esas convicciones se vuelven una coraza, esa zona de confort fantasma que ni somos conscientes de tener, de la misma forma que un algoritmo hace sus cálculos para ofrecerte servicios y productos que cree que necesitas. Pero hasta el algoritmo falla.

No dar nada por sentado es asumir que todo puede cambiar de la noche al día, que ya lo hace de forma casi imperceptible, pero que ese vértigo que da perder pie en el alambre no tiene que llevarnos al pánico, sino a un nuevo paso aunque al principio sea inseguro, quizá a una caída de la que nos acabaremos levantando magullados pero nos volveremos a enderezar.

Abrazar la resiliencia

Leer a Margaret Atwood es abrazar la resiliencia aunque hayamos gastado la palabra de tanto abuso, bajo la piel castigada del nombre late con fuerza todo su sentido. Igual pasa con el feminismo, más dividido que nunca, que afronta una contestación que amenaza con hacerlo retroceder, con lo bien que íbamos. Los vaivenes de la Historia ya nos han enseñado que épocas de grandes avances de la mujer han dado pie a otras etapas más oscuras.

Las sufragistas españolas lograron el voto femenino y el acceso de mujeres a profesiones y cargos donde solo había hombres hace ya cien años, pero el apagón machista que trajo la guerra y la dictadura borró literalmente aquellos esfuerzos. No demos por sentado que la igualdad ha llegado para quedarse, que los techos de cristal que se derriban poco a poco se han roto para siempre, que los derechos conquistados son ya un terreno ganado.

“No nos podemos relajar”, advertía Cati, una mujer jubilada que participó en la manifestación del Día de la Mujer en Barcelona. Es la voz de quienes saben de dónde venimos porque ha estado ahí, o lo ha vivido a través de su madre o su abuela. Vivimos en un estado de ansiedad, sí, de acuerdo. Pero no son tiempos para parapetarnos en nuestras zonas de falso confort.

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