Opinión

Las palabras

Yo fui un niño deslumbrado por las palabras, por sus sonidos, por sus ecos. Una enfermedad infantil que se me hizo crónica y que, al cabo, convertí en mi modo de vida. Todo lo he ido construyendo con las palabras, aquello tan machadiano de la ropa que me cubre y el lecho en donde yago… Todo se lo debo a las palabras, y por eso, cuando las veo morir, sé que yo también me estoy muriendo un poco, que nos morimos un poco todos.

He leído en estos días que el calentamiento global está cambiando un idioma, el que hablan los pueblos nórdicos indígenas, que tiene unas 360 palabras para describir la nieve, y esto ocurre porque hay estados de la nieve que ya no suceden y por tanto no se nombran. Cada pueblo crea las palabras que precisa para describir su vida, y cuando no se usan, las palabras se mueren. En este sur que habito y que me habita, en mi niñez sólo había una palabra para el agua en estado sólido, “nieve”. Hielo llegó más tarde, pero entonces apenas se usaba. Y hasta ahí. Es lógico porque aquí solo ha nevado una vez en toda la historia. Sin embargo, hay infinidad de formas de llamar al botijo. Cuando fui a vivir a Sanlúcar de Barrameda, que es el otro sur que me habita, nadie decía botijo, sino búcaro. Búcaro es una palabra fascinante. Llega desde el latín “pocŭlum” (taza, vaso) y de él pasa al romance andalusí, de donde llega al árabe que se hablaba en Al Andalus y se encripta en “buka”, (voz árabe que significa llanto), y de ahí se convierte en búcaro, el que llora (el botijo suda agua, “llora”). Es una palabra bellísima, me cuenta mi hermano del alma Antonio Manuel, porque contiene todas las culturas que han pasado por nuestra tierra.

Sería una tragedia que una joya cultural de ese calibre se perdiera, como lo es que se pierdan las palabras que hablan de la nieve en todos sus matices, por sutiles que estos sean.

Las palabras… Andan por ahí, en nuestra memoria, y en cada uno de nosotros se alían unas con otras de distinta manera y por distintas causas y motivos. Hablar y, sobre todo, escribir, al fin y al cabo, es ir juntando palabras con un cierto orden, pero sujeto siempre a la arbitrariedad intangible de sus propios afectos. En mi palabrario, si se puede llamar así al diccionario interno que cada uno portamos (lexicón mental le dicen los filólogos), hay palabras regañadas, palabras que nunca quieren juntarse con otras, y también hay palabras que son muy amigas y siempre quieren estar juntas y yo tengo que andar preocupado todo el día para evitar que constantemente anden repitiéndose. Me gustan mucho las palabras luz, y azul, y tiempo, y melancolía, y he comprobado que entre ellas también se gustan y a poco que me descuido se ponen las unas al lado de las otras y todo lo que escribo se me llena de luz, y de azul, y de melancolía, y de búcaros que lloran el agua mansa del tiempo.

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