Opinión | La espiral de la libreta

Hablar por hablar

Corría el año 1966 o 1969 cuando el novelista francés Patrick Modiano recibió una postal de su mentor, el oulipiano Raymond Queneau, desde la Dordoña, una tarjeta con un mensaje escueto y vibrátil como la lengua de una serpiente: “Et ce roman?”. Nada más, ni hola ni adiós ni circunloquios. Por la horquilla de fechas, Modiano debía de estar escribiendo La place de l’Étoile (El lugar de la estrella) o bien La ronda nocturna. Ignoramos qué emociones le desató la postal —¿apremio?, ¿angustia?, ¿complacencia por el interés de su maestro?—, pero la pregunta que contenía no suele ser del agrado de los escritores, pues alborota a los peces diabólicos, esos que nadan en lo más hondo del lago: “¿Qué hay de esa novela?”. Bum.

Ernest Hemingway sostenía que charlar sobre escritura, sobre la obra que se llevaba entre manos, traía un fario horrible: “Si la enseñas o hablas de ella, quita lo que sea que tienen las mariposas en las alas y estropea el dibujo de las alas del halcón”. Perorar sobre la novela en curso, insistía, resulta mucho más peligroso que para un esquiador deslizarse sin cuerda por los ventisqueros, “antes de que las verdaderas nevadas del invierno hayan recubierto las brechas de hielo”. A pesar de tantas prevenciones, el norteamericano hizo justo lo contrario de su prédica; o sea, disertó a borbotones sobre el oficio. Tanto es así que la editorial Elba acaba de publicar un librito con sus consejos, A propósito de la escritura, reflexiones rastrilladas en entrevistas, en su profusa correspondencia y en obras como París era una fiesta. Algunas de las frases compiladas resultan certeras como martillazos: “El don más esencial de un buen escritor es llevar integrado un detector de gilipolleces a toda prueba”. O esta otra: “Todas las palabras, a fuerza de emplearlas a la ligera, pierden su bisel”.

Pero regresemos al punto de partida: si en la vida parece poco prudente entregarse al blablablá inane, la escritura, en particular, nace de un misterio que no se deja disecar. Hablar de un proyecto que está en el aire implica, supersticiones aparte, colocarle una brida, despojarlo del factor sorpresa y la espontaneidad, impedir que la historia encuentre su propio camino. ¿Y si el genio se escapa de la botella? Aunque las dudas y la necesidad de compartirlas azucen al autor, conviene tener presente que algunas personas no escuchan jamás y que, en el caso de encontrar un buen interlocutor, corre el pobrecito hablador el riesgo de que lo noqueen de un derechazo letal: ¿crees que le interesará a alguien esa historia?

Sucede también que el artista, en ocasiones, no ha sido bendecido con el don de la locuacidad. Patrick Modiano, por ejemplo, desde la atalaya de su altura (1,98 metros), era un tímido de manual que detestaba hablar. Hace un tiempo leí en Letras Libres un artículo en que el crítico Kim Nguyen Baraldi —acaba de publicar Por qué Georges Perec (La Uña Rota)— volvía a ver viejos episodios de Apostrophes, el mítico programa literario de Bernard Pivot, en los que aparecía Modiano, y en todos ellos la actitud del escritor le recordaba “a un albatros en la cubierta de un barco: torpe y avergonzado”. Frunce el ceño, tartamudea, enlaza frases entrecortadas y apenas logra meter baza en el corrillo de contertulios. Hablar no era lo suyo. Para sobrellevar el trance de las entrevistas, alega Nguyen Baraldi, solía encajar en el arranque de cada respuesta la muletilla “c’est bizarre” (es extraño), como una especie de escudo protector que le permitiera ganar tiempo, darse un respiro, arañar un conato de respuesta en un mundo en que las cosas son siempre contradictorias.

Hablar de lo inefable. Al final tendrá razón Hemingway: lo más difícil de cualquier novela es acabarla.

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