Opinión

Violencia vicaria

Matar al hijo está más allá del odio, de la locura, de la maldad. Matar al hijo está mucho más allá de cualquier posibilidad de ser perdonado, comprendido, catalogado. No hay humanidad en quien mata al hijo, no hay más que una sucesión podrida de vísceras sin sentido, una corriente de sangre corrompida, pestilente, inútil excepto para veneno. No hay un átomo de nada que merezca ser salvado. Si alguna vez hubo una forma definitiva de perversión, solo puede encontrarse en quien mata al hijo. Ninguna palabra le vale al que mata al hijo, no hay adjetivo ni nombre que le quepa. Está más allá de todo, es inconcebible, inaceptable, innombrable.

A veces, en la alta madrugada, con el sueño en huida (enemigos íntimos, llevamos toda la vida huyendo el uno del otro), trato de encontrar una mínima fracción de sentido en todo esto, vislumbrar, siquiera desde lejos, qué puede mover a alguien para matar a aquellos por los que los demás moriríamos sin dudarlo. Ningún odio, ningún rencor, justifican, explican, llegar a ese grado de iniquidad. Es, sencillamente, incomprensible. Y sin embargo sucede. Los datos lo corroboran.

Para, acaso inconscientemente, intentar alejarnos del horror que representa, le hemos puesto un nombre anodino, un nombre que no señala, ni de muy lejos, el terror que pretende nombrar: “violencia vicaria”, que determina cuando uno de los dos progenitores mata a los hijos por venganza hacia la pareja. El hecho es de una ruindad tal que ese nombre no alcanza, no se aproxima, no vale. Será que, de tan terrible, ni siquiera queremos que tenga un nombre. Pero alguno habrá de tener, uno que se entienda, que no parezca perdonable. Uno que, al pronunciarlo, hiele la sangre del mismo modo que la hiela cuando nos enteramos de que alguien ha sido capaz de matar a sus hijos. Existe el término “filicidio”, sí, pero es lejano, ajeno, casi tanto como infanticidio.

Pongamos nombre de una vez a este horror, un nombre que no sea un eufemismo, un maquillaje, una máscara capaz de ocultar la podredumbre. No se puede llamar tan suavemente algo tan repugnante. La palabra que lo nombre debe dar dimensión del dolor, de la tragedia, de la iniquidad, y no parecer un asunto que se despacha con una multad y una amonestación.

No hay término en español que denomine a quienes han perdido un hijo —ni en la mayoría de los idiomas, sólo conozco una en hebreo, Ima Shkula (a la madre) y Aba Shakul (al padre), que significa huérfana/o de hijo—. Tampoco hay uno que nombre con claridad a quien mata al hijo. Pero debemos ponerle nombre a la monstruosidad, encontrar una palabra que esté más allá del odio, de la locura, de la maldad. No para entenderla, simplemente para abominar sin error posible.