Opinión | Décima avenida

¿Para qué sirve reconocer a Palestina?

El Parlamento español, que no se caracteriza por la profundidad ni la frecuencia de sus debates en política exterior, ha vivido esta semana una interesante sesión a cuenta del reconocimiento de Palestina. Pedro Sánchez, adalid en Europa de esta opción, la defendió en el Congreso ante un Alberto Núñez Feijóo que no se opuso de forma abierta al reconocimiento. Mientras hablaron de Oriente Próximo, el debate fue un raro brote verde de discusión política que no abunda en las Cortes.

En contra de lo que pudiera parecer, son mayoría los estados miembros de la ONU que reconocen a Palestina en las fronteras anteriores a la guerra de los Seis Días en 1967: Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este como capital. En diferentes oleadas a partir de 1988 (cuando la OLP proclamó la declaración de independencia), países árabes, musulmanes, del antiguo bloque soviético (incluida Rusia, que ratificó la decisión de la URSS), de la Unión Africana y de la Organización de los Estados Americanos han reconocido a Palestina. Dentro de la UE, Malta y Suecia también han tomado esta decisión. Son, en esencia, Estados Unidos, el grueso de la UE, el Reino Unido y países como Australia y Canadá los que hasta el momento no han dado el paso. Es decir, Occidente.

En pocas palabras, la diplomacia occidental ha sostenido que, si bien la única salida del conflicto es la de dos estados que vivan uno junto al otro en paz y seguridad, la creación del Estado palestino debe ser el final del proceso y no el principio. En tiempos de negociación (básicamente, los años de Oslo desde la Conferencia de Madrid de 1991 hasta el estallido de la Intifada en 2001, tras el fracaso de las negociaciones en Camp David y Taba) esta postura otorgó a Israel una ventaja política a sumar a su posición de superioridad, ya que la negociación no era entre dos estados, sino entre uno reconocido y otro aspirante que solo lo será si el adversario lo acepta. En la óptica dominante del conflicto en la esfera diplomática (la de la partición de la tierra en disputa entre los dos pueblos que la reclaman) este hecho equivalía a que Palestina solo existiría si, cuando y como Israel lo permitiese.

Desde entonces, Palestina no ha fructificado ni siquiera cuando así lo ha querido un primer ministro israelí (Ariel Sharon y su intención de decretar de forma unilateral las fronteras definitivas de Israel) o un presidente estadounidense (George Bush, con la Hoja de Ruta que culminó con la conferencia de Annapolis, en 2007). Ha triunfado la posición de la derecha israelí, liderada por el Likud junto a numerosos partidos ultranacionalistas, de impedir la creación de un Estado palestino. A ojos de Occidente, Binyamín Netanyahu personifica esta postura. Pero no se trata solo de una convicción personal del primer ministro, sino de una posición mayoritaria en la sociedad israelí, expresada de forma reiterada en las urnas desde la segunda Intifada, el descarrilamiento del proceso de Oslo y el colapso del denominado campo de la paz en Israel.

El 7 de octubre, la matanza de Hamás y la masacre y destrucción posterior de Gaza, han destruido el proyecto político de la derecha y ultraderecha israelí: la idea de que Israel se puede normalizar en la región y mantener la ocupación palestina al mismo tiempo. La frustración con Netanyahu ha vuelto a poner en el centro de la conversación el reconocimiento de Palestina. Simbólico, sin otra utilidad práctica que poner en igualdad teórica a las dos partes y enviar el mensaje a Israel de que el camino de Netanyahu no lleva a ningún lado. La idea es impulsar un nuevo tablero que en realidad es el mismo de siempre, que fracasó una y otra vez.

Más allá del simbolismo, el reconocimiento de Palestina perpetúa una aproximación al conflicto, la de la partición, que durante casi un siglo ha sido estéril. Al poner el énfasis en el Estado y las fronteras, se obvia la realidad sobre el terreno (Palestina es inviable a causa de la colonización), el desequilibrio entre las partes y la realidad social y política de israelís y palestinos.

Al hablar de estados, no se habla de derechos y libertades individuales y de ciudadanía. Al margen de antagonizar con Netanyahu y lo que representa, no se le intuye mucha más utilidad a este gesto.

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