Opinión

Un trocito de suerte

El pasado jueves me encontraba en el banco para realizar un pago; había gente esperando, unos de pie otros sentados y nadie hablaba, algunos resoplaban contando las personas que tenían delante, pero nadie hablaba, hasta que un señor mayor, de unos ochenta años, dijo: “Esto se va a la mierda, señores”. Todos lo miramos sin saber muy bien si se refería a los bancos o al mundo o a ambas cosas a la vez, pero nadie preguntó nada, ante lo que el hombre insistió: “Pero no ven que esto se va a la mierda”, frase ante la que cada uno de los allí presentes seguimos con nuestra rutina de mirar el móvil y hacer como si nadie hubiera dicho nada. Ni siquiera los empleados del banco levantaron sus ojos del ordenador, aunque solo fuera por conocer el rostro del hombre que había pronunciado y repetido eso de que esto se va a la mierda.

La cosa hubiera quedado ahí y a los cinco minutos de abandonar el banco ninguno de los allí presentes recordaríamos al hombre ni su frase, que dicho sea de paso tampoco pronunció con violencia ni con especial enfado, más bien lo dijo como quien dice: “Mañana no va a hacer sol, señores”. Pero la cosa no quedó allí por un detalle que a nadie pasó inadvertido y es que el hombre calzaba descalzo y llevaba en la mano derecha una especie de retal que apretaba con fuerza, como si todos los males estuvieran depositados en ese trozo de tela y cada vez que él cerraba el puño algún mal en algún lugar del mundo se desvanecía y se convertía en bondad y luz y entonces, cuando hacía ese gesto, el hombre sonreía y yo diría que todos los que estábamos esperando también lo hacíamos y olvidábamos que seguramente, y tal y como iban las cosas ahí fuera, el futuro no era especialmente prometedor. La fila avanzaba despacio, hasta que en un momento dado le tocó el turno al hombre que no había vuelto a abrir la boca y solo acariciaba su trozo de tela cada vez con más suavidad, suavizando el ambiente y de alguna forma entreteniéndonos en nuestra espera. “Es su turno”, le dijo alguien con mucha educación. “No, si yo no quiero nada de esos señores. Solo estoy aquí para que ustedes no sufran. Mi tela es mágica y mis pies descalzos provocan pena y eso a ustedes les hace un poco más felices” . Fue entonces cuando uno de los trabajadores del banco alzó la vista y desde su respetable ubicación grito: “Aquí no necesitamos payasos”. La frase sonó letal, mucho más que la que el hombre había pronunciado hacía unos minutos y que presagiaba el fin y si sonó letal fue porque con ella insultaba a un hombre mayor, posiblemente loco y especialmente humano.

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