Opinión

¿Por qué se protege a los fumadores?

Llega el verano y, con él, se reactiva uno de los conflictos más antiguos y evitables en nuestros espacios al aire libre. El silencioso ejército de fumadores que ocupaba terrazas, porterías, aceras o puertas de edificios durante los duros meses de invierno tendrá que convivir a partir de ahora con una mayoría de ciudadanos que cada vez está menos dispuesta a que el insoportable humo del vecino le arruine su magnífico arroz con vistas. Ha llegado el buen tiempo y, un año más, nada se hará para proteger los derechos de los que no fuman, que serán inevitablemente agredidos (queriendo o sin querer) por unos fumadores convenientemente protegidos por la legislación vigente. La tantas veces prometida nueva ley antitabaco, que debía por fin prohibir el humo en las terrazas y en todos los espacios públicos donde se produzca una colisión de derechos, quedará aparcada hasta nueva orden o, sencillamente, hasta que los políticos de turno tengan suficientes agallas como para enfrentarse a los gremios de tabaco o restauración.

Porque para entender cómo es posible que se proteja de esta forma tan descarada y a la vez indefendible el derecho de un colectivo a molestar a otro, solo hay que seguir la infalible pista del dinero. Queda claro que antes que la salud y el bienestar de los que no fuman están los intereses económicos de los bares y restaurantes, que temen perder sus ingresos si se echa de sus terrazas a todos estos fieles. Es de hecho un debate anacrónico y desfasado, y de la misma manera que ahora nos parece una broma que un día se pudiera fumar ¡dentro de un avión! nuestros hijos o nietos se reirán cuando dentro de poco les contemos que, en aquel 2024, se permitía todavía fumar en las terrazas, ¡y en las playas! Porque es ciertamente una aberración injustificable e indefendible que la práctica de un colectivo que atenta contra todos los demás se siga protegiendo legalmente, cuando además supone un problema contrastado de salud colectiva, con graves costes para las arcas públicas. Es cierto que, a veces, tenemos la suerte de encontrarnos fumadores con sentido cívico y suficiente ética personal que piensan antes en el bienestar de los demás que en su propia adicción, y se abstiene de encender un cigarro cuando sabe que puede molestar. Pero es inaceptable que se deje a la libre elección individual la opción de molestar o no molestar.

Lo que parece ya evidente es que, un verano más, el humo del tabaco de cualquier anónimo que se nos siente al lado nos arruinará la horchata o, simplemente, la vista del mar. Un verano más, los fumadores habrán conseguido quedarse los mejores sitios de los bares en las calles o de las playas. Un verano más, las autoridades competentes habrán sido incapaces de plantar cara a los lobis de la hostelería o del tabaco y un verano más tendremos que soportar estoicamente que el placer, la necesidad o la adicción de algunos nos estropee nuestros ratos libres. Tanta literatura con el Fumar mata de las cajetillas y un verano más no hemos sido capaces de proteger los derechos de todos los que no fumamos. ¿Cuánto más tiempo tendremos que soportar este escándalo?

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