Opinión | tribuna

Pasar pena

Los mallorquines conocemos muy bien la expresión ‘pasar pena’ (que escribimos passar pena). La decimos a menudo. “Te llamaré pronto, no pases pena”, le advertimos a un amigo con el que coincidimos después de tiempo sin vernos. “No pases pena, que todo irá bien”, comentamos antes de entrar en la consulta del dentista o “No llegues tarde, que paso mucha pena”, le decimos a nuestro hijo cuando sale con colegas. El problema no es que usemos a menudo la expresión, el verdadero dramón es que sentimos con vehemencia la pena a la que nos referimos. No sé si eso de sufrir por cualquier cosa es algo endémico de mi tierra o es un atributo de mi familia, pero hasta aquí hemos llegado.

Cuando me saqué el carnet de conducir mi tía abuela me alertó: “Cuidado con el coche”. “No te preocupes. No me gusta correr, tía Francisca”, le dije para que, precisamente, no ‘pasara pena’. “No paso pena por los accidentes, Mercè, paso pena por lo que puedes hacer dentro del coche con algún novio”, y arqueó una ceja y me apuntó con su dedo índice. Ay, por favor, si ella supiera que esa afirmación abrió las compuertas de mi imaginación sí que habría pasado mucha pena.

Veamos: tengo una amiga preocupada porque su hija no sale y estudia demasiado y tengo otra que anda bronca tras bronca con la suya por todo lo contrario. Tuve un compañero de trabajo que, después de cada reunión, me llamaba para corroborar que sus opiniones habían estado acertadas y que no había herido la susceptibilidad de nadie. Sufría por cualquier comentario que emitía y que recibía. Hace años, conocí a una ricachona angustiada por si un día dejaba de serlo y que, a pesar de no tener ninguna conducta arriesgada, revisaba varias veces la cuenta de su banco porque le aterraba sufrir un jaqueo.

Y, por seguir con los ejemplos, el otro día viví una cena de lo más variopinta. Hablamos, cómo no, de la alimentación. Si comes de todo, malo. Si no haces ayuno intermitente, malísimo. Si, a pesar de no tener intolerancias, ingieres gluten o leche de vaca, anatema. Arruinaron mi tartar de atún a base de comentarios sobre metales pesados y descarté tomar postre, porque el azúcar es veneno. Disfrutar, aunque sólo sea un día, se hace difícil.

Nos angustiamos por una mancha en la piel, nos inquieta un dolor de cabeza, nos preocupa decir una palabra de más, hacer una pregunta de menos, aparentar debilidad, ser indiscretos y un largo etcétera. Ansiedad, divino tesoro. Estamos conmocionados por Gaza, Irán, Ucrania, Israel, Rusia, Somalia, Myanmar o Yemen y la pura realidad es que, más allá de solidarizarnos con la causa que consideramos más justa, nuestro ámbito de actuación es limitado. Nos desvela imaginar tanto sufrimiento, pero ¿a qué contribuye tanta desazón? A poca cosa para el mundo y a mucho malestar personal.

Estuve en Costa Rica en uno de los mejores viajes de mi vida. Recuerdo la experiencia de una tirolina (exagero) kilométrica. Ese momento en el que te dejas llevar y confías en que llegarás sana y salva al otro árbol. Y te atreves a abrir los ojos durante el trayecto y a mirar alrededor y percibes, por primera vez, que la vida es mucho más ligera.

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