Opinión | Sólo será un minuto

La vida que te desespera

Nada ayuda más a relativizar los problemas que pasar unas horas en el servicio de urgencias de un hospital. Si no es por causas graves y dramáticas propias, la proximidad de los sufrimientos ajenos —sobre todo si afectan a ancianos y niños—, esa estancia se convierte en un recordatorio de que hay dolores que ponen en estado de alerta roja toda tu vida y la vida de los que te importan.

Roturas, accidentes, quebrantos. Bofetadas a mano limpia de eso que llaman vida cuando se pone agresiva y no atiende a razones. Ese escenario donde hay más lágrimas que sonrisas y en el que la amabilidad médica tiene un plus de calidad y calidez, aunque haya pacientes que lo pongan difícil en ocasiones con su comportamiento altanero y egoísta, no siempre justificable por sus contratiempos. El dolor propio, por nimio que parezca, suele ser más acuciante que el desconocido, y eso provoca situaciones de tensión en las que cuesta mantener la calma y ejercer la empatía. En cierto modo, un espacio de urgencias es un pequeño laboratorio donde se ponen a prueba las fortalezas de una persona y se someten a examen sus debilidades. Son momentos en los que la paciencia corre el riesgo de reventar tras horas y horas de esperas, pruebas y resultados. Momentos en los que los familiares deben enfrentarse a los lamentos de sus seres queridos atenazados por la impotencia y la duda. Momentos en los que las heridas visibles se mezclan con las escondidas y se cruzan miradas entre personas desconocidas a las que une, de pronto y por poco tiempo, un sentimiento común de fragilidad extenuante.

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