Opinión | Inventario de perplejidades

Las monjas que salían de noche

Todo lo relacionado con las monjas mueve mi interés. Es lógico. En todos los años que viví en casa de mis padres en Ciudad Jardín de A Coruña, las monjas eran una presencia constante. Había allí más monjas por metro cuadrado que en el Vaticano.

Ciudad Jardín era un barrio residencial en el que solo estaba permitida la construcción de edificios unifamiliares, hospitales y conventos de monjas. En el caso de mis padres, teníamos enfrente la enorme estructura del convento de las Siervas de María, ministras de los enfermos, y su no menos enorme jardín, al que salían a esparcirse o a meditar las inquilinas de aquel exclusivo gineceo. Nunca vi a un hombre deambulando por allí, excepción hecha de Remigio el jardinero, que también prestaba servicios en predios vecinos. Excepcionalmente, se abrió la huerta para solaz del cardenal arzobispo de Santiago de Compostela Fernando Quiroga Palacios, un individuo de dimensiones hercúleas. Lo sentaron (más bien lo entronizaron) bajo la sombra de un limonero y revoloteaban alrededor de él dando gritos de alegría, como una bandada de golondrinas. El contraste entre el color rojo del vestido cardenalicio y el negro hábito de las monjas seguramente estimularía la inspiración de un buen pintor. Al menos así lo guardo yo en la memoria. “Doña Magdalena —le dijo Remigio a mi madre— mire que contentas están. ¡Lo que vale un hombre!”. Entre todas las monjas que residían en Ciudad Jardín, mis preferidas eran las Siervas de María y, precisamente, por su condición de ministras de los enfermos, que las obligaba a salir de noche para atender a la humanidad doliente a sobrellevar el sufrimiento de su dolencia.

Esa cuadrilla de monjas salía del convento hacia las nueve de la noche y volvía con la amanecida como los señoritos golfos. Llevaban consigo una gran cartera donde guardaban los libritos de los rezos, un rosario y algo de labor por si le daba tiempo a rematar algún trabajito. Yo tuve ocasión de entrever el peculiar sentido de la decoración de las monjas en el que destacaban los tresillos isabelinos, fruto seguramente de alguna donación y unos grandes óleos de la fundadora, conviviendo con unos cuadritos del último Papa. Excepción hecha de las Siervas, ocupaban espacio en Ciudad Jardín, las Adoratrices, las Esclavas, la Compañía de María y la obra social del Padre Sardina. Conozco todas esas cosas porque en casa me enviaron a prepararme para la Primera Comunión con sor Gloria, una monja ya mayor y algo dura de oído. Aparte de sus rezos y de sus salidas nocturnas, algunas monjas cumplían funciones de auxiliares de quirófano e instrumentistas y en opinión de mi padre, que era cirujano, lo hacían bastante bien.

La proximidad de las monjas ha sido una constante en la vida de nuestra familia. La proximidad de los obispos, en cambio, es proporcional al número de individuos que hayan alcanzado tal dignidad. Que yo recuerde, tal cosa ocurría con el cardenal arzobispo de Sevilla, que solía pasar unos días en casa de su hermano, en A Coruña.

Me da pie para hacer estos comentarios el suceso de las monjas clarisas de Belorado (Burgos) que han roto tradiciones con el ordinario burgalés y con el Papa de Roma. Que les niegan potestad para vender un convento que ellas estiman es de su propiedad. La titularidad de las propiedades de la Iglesia acabará por ser tan polémica como lo de la pederastia del clero.