Opinión

Lola Galovart

Son los ojos

Llevo tiempo intentando escribir para esta columna sobre cuestiones que bullen y dan vueltas en mi cabeza: causas del incremento de la violencia vicaria, necesidad de penalizar la prostitución, exigencia de no aumentar el dolor de la víctima mediante el crimen mediático, estragos del amor romántico… pero nada, no lo consigo. No, a pesar de que las palabras se me ofrecen para que las elija. No, a pesar del deseo del teclado de mi ordenador de que lo deje volar y le suelte las amarras.

La verdad es que desconfío de que la culpa de estos mis males está en unos ojos que, anclados en mi retina, de vez en cuando afloran y me persiguen donde quiera que yo vaya.

Son los ojos del desamparo y del espanto. Diferentes e iguales, grandes y oscuros, inexpresivos y secos de lágrimas. Invisibles para el que no los quiera ver (aunque los mire).

Estos ojos para mí son los de la pequeña que plantó los suyos sobre los míos y me dijo “llévame contigo”. No lo hice, no me atreví a traérmela a España desde su secarral de Nicaragua; son los ojos del bebé, mojado y aterido de frío, rescatado de una patera en el Mediterráneo; son los ojos de dos jóvenes venezonalos llegados a pie a Perú que, con desgarrada voz, pedían limosna para comer a los cholitos del micro; son los ojos de una mujer enjuta y surcada de arrugas que, recién acabada la guerra de los Balcanes, en el bus, me escrutó de arriba a abajo, cual si fuera una extraterrestre; son los ojos de un hombre caminando entre chabolas en un barrizal apestado de basura, en uno de los cinturones de pobreza en Santa Cruz de Bolivia; son los ojos de una médica siria viviendo en condiciones indignas en un campo de recepción de refugiados de Lesbos; son los ojos de una mujer con el burka, su cárcel de tela, por el aeropuerto de Dubái.

Y también son los ojos no presenciados, que veo en las fotos de los periódicos, de niñas y niños palestinos expulsados de sus casas, luchando entre la multitud por una ración de comida, viviendo en campos de refugiados casi entre rejas, sorteando los cascotes de sus hogares, huyendo de las bombas, heridos en lo que queda de hospitales, ensangrentados.

Los ojos de las niñas y niños amortajados no se pueden ver.

¿Será verdad que para que el mal triunfe solo es necesario que las personas buenas no hagan nada?