Opinión | La espiral de la libreta

ETA, los años de plomo

El próximo 19 de junio, miércoles, se cumplirán 37 años del atentado de Hipercor: 21 muertos y 46 heridos. El funeral tuvo que oficiarse en la explanada de la catedral, porque el gentío no habría cabido en el interior de la basílica. He recordado el fragor de aquellos días tras devorar Las fieras (Seix Barral), la nueva novela de Clara Usón, que traslada al lector a los años 80, los años de plomo, con su reguero de muerte en los titulares de prensa, la letanía terrorífica del amonal, la goma-2 y las ollas a presión llenas de tuercas y tornillos.

Si en ciudades alejadas del drama vasco, como Barcelona, el transeúnte apretaba instintivamente el trote al pasar frente a una comisaría o un cuartel de la Guardia Civil, la atmósfera en Euskadi resultaba irrespirable, como recrea vívidamente la novelista barcelonesa mediante un relato panorámico donde se superponen distintas realidades y capas de violencia: la amenaza constante y la vigilancia de ETA; el lenguaje de entonces, txakurras (perros, referido a las fuerzas de seguridad) y maquetos (la población de origen inmigrante); la guerra sucia de los GAL (“el Estado de derecho se defiende en las tribunas y también en los desagües”); la lucha obrera y el cierre de Altos Hornos, durante la reconversión industrial; la ría del Nervión, convertida en un escupitajo maloliente; los jóvenes que arrastró la yegua negra de la heroína; la movida, el rock radical vasco y las letras de Eskorbuto, “mucha policía, poca diversión. / Depresión, depresión”. Mediante sus novelas —pienso también en El asesino tímido—, Usón se ha convertido en una de las más brillantes retratistas literarias de lo que fue la Transición. A cincel. Sin maniqueísmos.

Si la historia no es una ciencia exacta, sino una mezcolanza de puntos de vista contradictorios, la ficción, gracias a su ductilidad, se antoja una herramienta magnífica para iluminar sus recovecos, para intentar comprenderla. Aquí, entre otros personajes, adquiere su derecho a réplica novelesca la etarra Idoia López Riaño, apodada La Tigresa, por su belleza, y la fama de comehombres que la precedía. El relato mítico, construido con mimbres machistas, dice que se pintaba la raya en los ojos para resaltar su azul hipnótico, que era esclava de su larga melena rizada, que se quedaba embobada mirando escaparates, que se encaraba con sus compañeros de talde por ver quién bajaba la basura, que no les cocinaba. Lo cotidiano convive con lo siniestro; de nuevo, emerge el concepto que acuñó Hannah Arendt: la banalidad del mal. Casi frivolidad.

A los 23 años, la terrorista etarra ya había asesinado a 23 personas o participado en su muerte. ¿Cómo se sobrevive con semejante carga sobre las clavículas? Mediante el autoengaño. Mediante la adhesión sin fisuras al dogma nacionalista, que permite incluso matar en nombre de la gran patria. Conviene recordar, de vez en cuándo, adónde conduce esa pulsión ciega, así como el peligro de que las razones de Estado legitimen la violencia. Qué rápido nos olvidamos también de los GAL.