Opinión

Carles Francino

‘Sayonara, baby’

Los aniversarios sirven para dos cosas. Para comprobar que lo de tempus fugit es una verdad como un templo. Y para confirmar que las profecías son como dados lanzados al azar; a veces aciertan, otras no. Terminator, por ejemplo, cumple cuarenta años. Y dado que aquella historia de la humanidad sometida a máquinas gobernadas por inteligencia artificial discurría en 2029, es lícito preguntarse si estamos cerca de lo que nos contaba la película de James Cameron. El primer impulso es responder que no, claro. Aunque, si lo pensamos bien, tampoco estamos tan lejos. La gran diferencia es que las máquinas, ya sean robots, humanoides o simples algoritmos, no actúan en equipo ni disponen de conciencia propia, como en el cine. Pero ese es, precisamente, el problema: que son humanos quienes las controlan y tienen el poder de lanzar los dados. Dependiendo de cómo caigan, un robot puede servir para cortar el césped, ensamblar las piezas de un coche o realizar complicadísimas operaciones quirúrgicas. Pero esos mismos dados también permiten intoxicar las redes sociales con bulos, que a menudo son indetectables; o que los mismos drones que se utilizan para detectar incendios forestales se conviertan en mortíferos bombarderos controlados a distancia. No es magia ni azar, son ganas de hacer una cosa o la otra.

La moraleja es que no necesitamos Terminators que piensen por sí solos para dañarnos. Nosotros nos bastamos y nos sobramos; incluso para asomarnos al abismo. Los científicos llevan años desgañitándose con que el cambio climático que hemos provocado amenaza nuestra propia existencia como especie. Ni puto caso. Es más, hay un potente movimiento regresivo para frenar el futuro verde. Y encima, en el aniversario del desembarco de Normandía, se nos recuerda que otra guerra mundial ya no parece algo remoto; pero tampoco hay unidad para frenar el imperialismo de Putin o para pararle los pies a Netanyahu. Suerte que Arnold Schwarzenegger sigue a los 75 años con pinta de armario ropero. Yo me lo imagino mirándonos a los ojos para soltarnos, con toda razón, aquello de: Sayonara, baby.