Espera un momento. ¿Matthew McConaughey y Reese Witherspoon juntos en una película y no solo no la destrozan sino que están a la altura del talento de su director? Increíble pero cierto. A Jeff Nichols, que ya había dejado claro en Take shelter que lo suyo va muy en serio y que rueda historias convencionales con una mirada tan especial que las hace originales, hay que darle el mérito no solo de haber escrito y rodado primorosamente sus ideas si no de cambiar de golpe la imagen lustrosa y un pelín rancia de sus protagonistas guapetones para sacarles lo mejor de sí mismos. Por poner un simple pero elocuente ejemplo, hay una breve pero bravísima escena con un acongojante cruce de miradas que lo expresan todo: el dolor, la impotencia, la amargura, el amor roto en mil pedazos. Incluso Sam Shepard, más bien soso en pantalla, ofrece aquí un corto pero inolvidable trabajo donde cada arruga esconde un pedazo de vida, un trozo de memoria escaldada que convierte cada gesto en un cementerio de recuerdos.

Si Mud no tuviera un desenlace a lo Peckinpah un tanto desaforado estaríamos hablando de una obra aspirante a la condición de obra maestra. Ahí, como ya ocurría también en su trabajo anterior, Nichols pierde un poco el norte y opta por una solución explosiva que va en contra de las intenciones mostradas antes. Porque Mud es una película que escapa de los excesos y elige un tono pausado en el que las prisas son pésimas consejeras, con imágenes donde el paisaje se convierte en un protagonista más con su lenguaje propio y su atmósfera cargada de sensaciones. El río como metáfora evidente, pero también como escenario perfecto para acoger una experiencia iniciática (un niño en la frontera vital, a punto de entrar en la edad adulta) y también una historia de amores desamparados, de almas fugitivas condenadas a encontrarse, sentenciadas por el desatino. Es la luminosidad deslumbrante de Mud, un contraste perfecto para la sombría crónica de unos pobres amantes, marcada a fuego en los rostros de repente deterioriados de dos actores que antes solo eran estrellas de vitrina.

Lejos, muy lejos de cualquier tentación de merodear el maniqueismo, Nichols da una oportunidad para mostrar signos de humanidad a todos sus personajes, incluidos los malos del tinglado. Y sin resultar en ningún momento remilgado o buen rollista, es capaz de dar un barniz optimista a su historia como forma de abordar el peliagudo asunto de la redención, el perdón y el aprendizaje.

Cada escena es un pedazo de vida arrancada a la ficción (la discusión erizada entre los padres, el diálogo imposible con el hijo, la decepción inmensa del primer amor, el escalofrío entre cenizas del primer beso) y, como esa lancha encaramada a un árbol, la película sorprende con su extraordinaria capacidad para emocionar con inteligencia y respeto al espectador.