Con la muerte de Seymour Hoffman asistimos a una avalancha mediática sobre la heroína y devuelve al poderoso opiáceo ese halo mítico que quizá se perdiera para las últimas generaciones. Nunca se fue, pero los vaivenes de la moda también conciernen a las drogas. El LSD, la marihuana, la cocaína: todas tuvieron (siguen teniendo) su música, su literatura, su cine y su porqué. Las drogas sintéticas, por el contrario, actúan ahora como elemento desconcertante por saturador, a la manera de la multiplicación de productos en un supermercado.

La leche, por ejemplo, ya no es lo que era: se ha desintegrado en cien mil fórmulas que nunca soñó una vaca.

La heroína añade un elemento de atracción/repulsión diferenciador: la muerte. Sus efectos de relajación absoluta, ausencia de dolor y placidez mental, cercana a la anulación, en realidad no engañan. La emparentan con El Gran Tema y avisan de que con ella efectivamente se emprende el camino hacia la desaparición física. Los flirteos con esta celosa novia parecen diseñados ex profeso para el artista sublime, para el genio atormentado, para el creador comprometido con su arte en el borde mismo de los abismos insondables del alma humana; en definitiva, funcionan como signo de distinción y colofón resultón para una corta e intensa biografía.

Esto último es sólo una ilusión un tanto snob, porque la heroína está en muchos más sitios, pero el caso es que el caballo pronto se convirtió en la droga oficial del rock and roll vivido al límite. Y no nos referimos al rock sólo en la música. Las guerras -¡qué mayor espectáculo de rock!- la aman. La novela Dog soldiers, 1975, de Robert Stone (Libros del Silencio, 2010) tiene como trama principal el viaje a Estados Unidos de tres kilos de heroína procedente de Vietnam. ¿Hemos de sospechar que la invasión americana -con la ayuda de buenos amigos, entre ellos España- de Afganistán, primer productor mundial de opio y creciendo, está relacionada con la nueva expansión de su derivado en el mundo? Pues hombre?

¿Y qué tenemos por aquí? Bueno, en los ochenta la gente hizo mucho el cabra sin pensar en adulteraciones o contagios de un VIH, aún sin identificar, compartiendo jeringuillas. La inconsciencia dejó una generación en blanco en determinadas zonas de Galicia (abuelos y nietos asistiendo a entierros) y se cobró algunas víctimas entre el artisteo. Por pura estadística demográfica, Madrid tenía que ganar. Y las drogas unen y separan a los individuos de un gremio como el de la música. Ya en 1946 el clarinetista Mezz Mezzrow cuenta en su autobiografía Really the blues (La rabia de vivir en la primera edición española) cómo los músicos de jazz se identificaban entre sí rápidamente como consumidores de alcohol, marihuana y opio (vaya?) y después de tocar cada uno se iba con los de su cuerda. Lo mismo pasó en el Madrid feliz de los ochenta.

La cocaína y el alcohol eran y son drogas (duras también) sociales y pasaron factura más en silencio; la heroína mantuvo su estatus y alimentó morbos y leyendas. Cría fama y échate a dormir.

Pero ahora la pregunta es: ¿quién mató a Philip Seymour Hoffman?