“Si yo enfermo de COVID, ¿quién se hará cargo de él?”, es la pregunta que atormenta, desde hace más de un año, a los cuidadores familiares -mujeres, en la gran mayoría de los casos- de las personas con dependencia, un colectivo especialmente vulnerable frente a la infección causada por el SARS-CoV-2, por la discapacidad en sí y el sinfín de patologías que, en buena parte de los casos, lleva asociadas. 

Las entidades del Cermi Galicia, por separado y a través de esta plataforma, reclaman desde hace semanas a la Xunta que incluya a las personas con discapacidad en el plan gallego de vacunación frente al COVID. La Federación Galega de Dano Cerebral (Fegadace), la Federación Galega de Alzheimer (Fagal) o Aspronaga, entre otras organizaciones, han llevado un poco más allá esa petición y solicitan al Gobierno gallego que se inmunice, también, a los cuidadores de ese colectivo. Una de las asociaciones integradas en la Fegadace, Sarela, llegó incluso a protestar, durante una semana a las puertas de su centro, en Santiago, para visibilizar esa reivindicación.

“En nuestro caso, lo que demandamos es que se incluya a todas las personas con daño cerebral, y a sus cuidadores, como grupo prioritario en el plan de vacunación. Ahora mismo, solo se está inmunizando a los que tienen una dependencia de grado III, pero nosotros solicitamos que se vacune a todos, porque muchos casos fueron evaluados, en su momento, a la baja. Y también a quienes no tienen la dependencia reconocida, porque estamos hablando de un colectivo muy vulnerable frente al COVID, por la variedad de sus secuelas y las pluripatologías que acarrean”, subraya la directora de Fegadace, Begoña Hermida, quien alerta de que el riesgo, y el temor al contagio, provocan, además, otros “efectos secundarios”. Y es que, según Hermida, “muchas personas con plaza en los centros de día llevan meses, e incluso más de un año, sin acudir a terapias que son esenciales”, con el consiguiente deterioro que eso implica en “el mantenimiento de sus capacidades físicas y cognitivas, en su rehabilitación e inclusión social”. 

“Esto, a su vez, retroalimenta la apatía, depresión, falta de motivación y otras secuelas comunes en el daño cerebral”, advierte la directora de Fegadace, quien además recuerda que, incluso entre las personas con dependencia de grado III, hay “bastantes” aún sin vacunar, que permanecen a la espera, por indicación del Sergas, para recibir las dosis en su domicilio. “Y también hay gente a la que llamaron sin apenas margen para reaccionar, de un día para otro, para desplazarse al hospital de referencia de su área a recibir la vacuna, sin tener en cuenta que muchas de esas personas tienen graves problemas de movilidad. En este caso, nos parecería más lógico que una dotación del Sergas se desplazase a los centros de día, como ya se hizo en las residencias sociosanitarias, ya que podríamos utilizar nuestro transporte adaptado para llevar allí a los usuarios y administrarles las dosis. Esto garantizaría la inmunización de todos, y nos daría una mayor tranquilidad”, expone. 

Concha Otero, junto a su marido, Juan.

Concha Otero, junto a su marido, Juan. Cedida

Concha Otero | Su marido, Juan, sufre una discapacidad por daño cerebral de grado II y graves patologías asociadas: "Juan lleva un año sin acudir a sus terapias y el retroceso que ha sufrido es importantísimo”


“Los médicos nos han dicho que mi marido es una ‘bomba de relojería’, pero aún no lo han llamado para vacunarse”


La vida de Concha Otero y su marido, Juan, dio un vuelco de 180 grados la noche del 2 de agosto de 2005, cuando él sufrió un accidente cerebrovascular, con solo 40 años. “Desde entonces, tiene una discapacidad por daño cerebral adquirido (DCA) y dependencia de grado II. El lado derecho del cuerpo lo tiene paralizado. Además, sufre otras patologías graves añadidas: tuvo tres infartos de corazón, una rotura de intestino, tumores en ambos riñones (de hecho, uno se lo extrajeron hace dos años) y un trombo en una pierna que, de momento, parece controlable”, enumera Concha, quien reconoce que, con semejantes antecedentes, su esposo es un enfermo “de altísimo riesgo” . Una “bomba de relojería”, según los equipos médicos que lo llevan. Aún así, todavía no lo han llamado para vacunarse. 

“De momento, no nos han llamado, y eso que Juan es un gran dependiente de grado II. Llevamos sin movernos de casa desde el 13 de marzo de 2020, y a la espera. Nadie nos dice nada, se supone que próximamente la vacunación estará ahí, pero desconocemos cuándo le tocará. Yo creo que si han inmunizado ya a los usuarios de residencias , a los trabajadores de esos centros y a parte de los dependientes de grado III, un poco por la presión mediática que hicimos desde el colectivo [Concha es vicepresidenta de la Asociación de Dano Cerebral Sarela, de Santiago], le debería tocar pronto, pero no lo sabemos”, apunta Concha. Ella, su cuidadora principal, es también paciente de riesgo, al sufrir lupus, una dolencia autoinmune. “Si yo me contagio y caigo enferma, ¿quién va a cuidar de Juan? Solo tenemos un hijo, trabaja, es militar y no puede hacerse cargo de él las 24 horas del día. Y en estos momentos, pedir ayuda externa tampoco es una opción, porque con la medidas de restricción el miedo... no puedes echar mano de nadie, de un día para otro. Aparte de que para cuidar a una persona con una discapacidad como la que tiene mi marido, no sirve cualquiera”, reconoce.

En casa, sin sus terapias, Juan ha sufrido un “retroceso importantísimo”. “Desde hace 14 años, formamos parte de la asociación Sarela. Allí él recibía toda una serie de terapias, fundamentales para su mantenimiento, pero lleva ya más de un año sin poner un pie en el centro por culpa del COVID, y eso se nota muchísimo. Yo no estoy capacitada para hacer terapia para un daño cerebral. A veces intento moverle la pierna o el brazo que tiene paralizados y se queja porque le hago daño. Como mucho, da unos paseos con el bastón por el jardín de casa, pero sin forzar, porque ya se ha caído dos veces y no puedes quitarle los ojos de encima. No sabemos si esto le sucede porque su trombo ha empeorado (la próxima semana se lo van a mirar) o porque necesita ya las inyecciones de ácido hialurónico que le dan en el Hospital de Santiago, cada seis meses, para ganar elasticidad. Con la pandemia este servicio se ha demorado también, aunque no me quejo porque seguimos teniéndolo más o menos al día”, expone.

Carmen Garrido, con su hijo Hugo.

Carmen Garrido, con su hijo Hugo. Cedida

Carmen Garrido | Su hijo Hugo tiene daño cerebral y una dependencia reconocida de grado III: "Estuvimos muchos meses sin pisar la calle y mi hijo lleva un año sin ir al centro de día por el riesgo” 


“Hugo está ya vacunado, pero ni yo ni el asistente personal que viene a casa todos los días sabemos cuándo nos llamarán”


Hugo tiene 43 años, discapacidad por daño cerebral superior al 90% y una dependencia reconocida de grado III. Su madre, Carmen Garrido, es su cuidadora principal, con la ayuda de un asistente personal, que visita el domicilio familiar a diario. “Hugo ya está vacunado frente al COVID, con las dos dosis de hecho, pero ni yo ni el cuidador que viene todas las tardes a casa hemos recibido la inyección”, cuenta Carmen, con evidente preocupación. El último año, reconoce, ha sido “muy complicado” , tanto para ella como para su hijo, por culpa de la pandemia de SARS-CoV-2. “Que él esté vacunado nos da una cierta tranquilidad, pero no es una tranquilidad completa, porque ni yo ni su asistente personal lo estamos. Imagino que él atenderá también a otras personas, con el riesgo que eso conlleva. Y, en mi caso, no tengo a nadie que pueda ir a hacer los recados, a arreglar papeles... me tengo que hacer cargo yo de todo eso, por tanto, el peligro está siempre ahí”, subraya.

Si una palabra ha marcado el día a día de esta unidad familiar, durante los últimos doce meses, esa ha sido “miedo”. “Hemos pasado muchos meses sin poner un pie en la calle. De hecho, Hugo sigue en casa, sale muy poquito. Antes de la pandemia, iba a una clínica especializada en fisioterapia neurológica, y también al centro de día de la Asociación de Daño Cerebral de A Coruña (Adaceco), donde también recibía terapias. Pero desde hace un año, está sin ir. Ni a un sitio, ni al otro. Y, de momento, por mi parte, va a seguir así. Aunque tomen tomas las medidas de precaución del mundo, tenemos mucho miedo. El transporte es compartido, y allí Hugo tendría que estar con otra gente. Y aunque él ya está vacunado frente al COVID, y los trabajadores de Adaceco también, no todos los usuarios lo están y eso supone un riesgo”, señala Carmen, quien considera que “no tiene sentido” que se esté dando esa situación. “Lo lógico sería que las administraciones hubiesen vacunado ya a todas las personas que acuden a este tipo de centros, para mayor seguridad. Y también, a sus cuidadores principales, para crear una especie de burbujas y que todos pudiésemos estar más tranquilos”, reitera.

Durante todo este tiempo que lleva sin acudir a terapias, Hugo ha sufrido un “retroceso”. “El confinamiento aún lo fue llevando bastante bien, con el móvil y el ordenador, pero es que estuvo casi ocho meses sin salir absolutamente nada. Ni a la ventana se acercaba, porque además utiliza una silla de ruedas para desplazarse, y dentro de casa tampoco le resulta cómodo manejarse con ella. Antes de la pandemia salía, iba al centro de Adaceco y allí estaba con gente, distraído... Hugo es un chico muy extrovertido y hablador, está aburrido y tiene ganas de volver. Ya no es solo el retroceso físico que ha podido sufrir por no ir a las terapias, sino también lo que esta situación implica a nivel psicológico, la falta de ilusión, etc...”, admite su madre.

Pilar Paredes, junto a su marido, Daniel.

Pilar Paredes, junto a su marido, Daniel. Cedida

Pilar Paredes | Su marido, Daniel, tiene daño cerebral adquirido y una dependencia reconocida de grado III: "Mi marido depende totalmente de mí. Si yo enfermo, ¿quién se hará cargo de él?”


“No tiene sentido que todos los trabajadores y algunos usuarios de los centros de día estén vacunados y otros no” 


Pilar Paredes tiene 67 años, y es la cuidadora principal de su marido, Daniel, de la misma edad, que sufre discapacidad por daño cerebral adquirido (DCA) y tiene una dependencia reconocida de grado III. “Daniel era economista y daba clases en un instituto de Ferrol. Hace ya trece años, un día, se levantó por la mañana, se cayó en el cuarto de baño y empezó a convulsionar. Vino una ambulancia, lo trasladaron al Arquitecto Marcide y, de allí, al Hospital Universitario de A Coruña (Chuac) para ser intervenido de urgencia”, recuerda Pilar, quien explica que, tras ese episodio, su esposo “quedó muy mal”. “Sí que es cierto que, a lo largo de estos años, gracias a las terapias, ha mejorado muchísimo a nivel cognitivo, pero es incapaz de llevar a cabo muchas acciones cotidianas, como hablar por teléfono o escribir una palabra. Tampoco sumar, con lo que eso supone para una persona tan preparada, y que toda la vida se dedicó a los números... Aceptar esta nueva realidad fue muy duro, a mí ya no me quedan lágrimas para derramar”, reconoce. 

Porque Daniel, insiste su mujer, es “totalmente dependiente”. “Cuando sufrió el accidente cerebrovascular, yo había hecho unas oposiciones para el Sergas y me acababa de reincorporar al mundo laboral, pero tuve que dejarlo todo para dedicarme a él por completo, pues tiene una discapacidad del 92%. Hay que limpiarlo cuando va al baño, ducharlo... Sufre problemas de visión, no habla... Y, a nivel de movilidad, desde el primer momento nos dijeron que no iba a caminar, pero como yo había trabajado en sanidad, me moví siempre mucho para que recibiese terapias, primero en casa y, posteriormente, en una clínica de fisioterapia neurológica y en el centro de día de la Asociación de Daño Cerebral de A Coruña (Adaceco). Gracias al trabajo en esta entidad, a día de hoy puede, por ejemplo, comer solo, porque antes cogía una cuchara y se le caía todo”, expone.

Pese a que las terapias son “fundamentales” para Daniel, el miedo al contagio ha llevado a su mujer a reducir las horas que acude al centro de Adaceco. “En la asociación, las medidas de prevención son máximas, pero siempre tienes miedo. Además, se da una circunstancia que no tiene sentido, y es que todos los trabajadores y algunos usuarios han sido ya vacunados, pero otros no”, refiere Pilar. Su marido “recibió hace unos días en el Chuac la primera dosis de Moderna,” y están a la espera de que los llamen para ponerle la segunda. No obstante, considera que “tampoco tiene lógica” que a las familias, o al menos a los cuidadores principales de los dependientes, no se les esté inmunizando también. “Mi marido depende totalmente de mí. Y yo, por muy cuidadosa que sea, tengo que ir al supermercado, a la farmacia a por sus medicinas... y el riesgo está ahí. Porque cuando él tenga las dos dosis, estará más protegido, pero nadie nos garantiza que esa protección sea total. Además, si yo enfermo, ¿quién se va a hacer cargo de él?. Desde fuera parece sencillo, pero no lo es tanto. Nuestras hijas tienen niños pequeños, están trabajando... no podrían estar pendientes de él las 24 horas del día, como estoy yo”, remarca.

Carmen Cebey, junto a su marido, Manuel.

Carmen Cebey, junto a su marido, Manuel. Cedida

Carmen Cebey | Su marido, Manuel, sufre una discapacidad de grado III y otras enfermedades asociadas: "El propio especialista que lo lleva nos advirtió de que mi marido es ‘pólvora’ frente al COVID”


“Llamaron para vacunar a Manolo de un día para otro, no supe gestionarlo, dijeron que vendrían a casa y seguimos esperando”


Cuenta Carmen Cebey que hace doce años que su marido, Manuel, que ahora tiene 68, sufrió un episodio de muerte súbita que le dejó graves secuelas. “Le quedó un daño cerebral importante, y posteriormente sufrió otros problemas, entre ellos un infarto pulmonar, que complicaron todavía más su situación. Es muy vulnerable. De hecho, Manolo llevaba ya unos años acudiendo a terapias en la Asociación de Dano Cerebral Sarela, de Santiago. Tras el confinamiento del año pasado, cuando reabrieron los centros de día, llamé al especialista que lo lleva para preguntarle qué sería lo más conveniente, en su caso. Si debería ir o no. Su respuesta fue que mi marido tiene un riesgo elevadísimo frente al COVID. Que es ‘pólvora’, literalmente”, recalca.

A Manuel lo llamaron hace tres semanas para vacunarse, pero la situación cogió desprevenida a Carmen. La convocatoria fue de un día para otro, tenían que desplazarse al Hospital Clínico para recibir la inyección, Manuel está en silla de ruedas, su vivienda (a las afueras de Santiago) no está adaptada y Carmen no supo gestionar la situación. “Vivimos solos. Tenemos tres hijos, dos están fuera (en Lugo y Tenerife) y, el que vive aquí, trabaja en la hostelería, tiene hijos pequeños que van al colegio y no quiere ni acercarse a su padre para no ponerlo en riesgo. Nos llamaron un sábado para que Manolo fuese el domingo por la mañana al Clínico a vacunarse. Él no tiene movilidad, usa una silla de ruedas y nuestra casa tiene escaleras por fuera. Para bajarlo, necesito ayuda, de hecho, cuando tiene que ir al médico, siempre aviso a una ambulancia, con cuatro o cinco días de antelación, para que lo lleve y lo traiga. Por eso, cuando nos avisaron del tema de la vacuna, me quedé un poco paralizada y no supe gestionar bien la situación”, reconoce. “Le comenté todo esto a la chica que nos llamó, me dijo que había la posibilidad de que viniesen a vacunarlo a casa, y ya me agarré a eso. Pero han pasado tres semanas ya, y todavía estamos esperando”, asegura.

Para Carmen, la “máxima prioridad” ahora es que Manuel sea vacunado, pero urge que los cuidadores principales, como ella, sean inmunizados también. “Si yo enfermo, ¿quién se encarga de mi marido? Ese es mi gran problema. Cuento con la ayuda de una chica que me hace los recados, pero atiende a más gente, y me da pánico que se pueda contagiar. Ya tuvo un aislamiento tras estar en contacto con una persona que acabó hospitalizada por COVID, y aunque a ella, afortunadamente, no le pasó nada, estuvimos francamente angustiados. Si Manolo se infecta, tiene todas las papeletas para ponerse muy mal. Por eso no va al centro de día, con el consiguiente perjuicio que eso supone para él, que necesita las terapias. Y que esté en casa también me ha cambiado la vida a mí, ya que el tiempo que pasaba en la asociación era un respiro. El único ratito que tenía para hacer mis cosas”, reconoce.