El suyo es un silencio a gritos. Observan. Acompañan. Se dejan la piel y el alma en atender a hijos, maridos, mujeres, padres o hermanos. Viven por y para ellos, 24 horas, los 365 días del año. Dan calor y ánimo, asisten en los peores momentos y, pese a ello, su esfuerzo nunca es suficientemente reconocido. Al hilo del Día mundial del cuidador, que se conmemoró este viernes, LA OPINIÓN rinde su particular homenaje a este colectivo, sostén invisible de la dependencia, a través de los testimonios de tres coruñeses dedicados al cuidado de familiares enfermos o con discapacidad. Uno y otras relatan el desgaste físico y emocional que sufren, demandan más apoyo, en forma de ayudas, a la Administración y reivindican, por encima de todo, el papel de las asociaciones. Para la mayoría, su “tabla de salvación”.

“Yo no me siento como una cuidadora de mi hijo, me siento como parte de él. Soy sus brazos, sus piernas, sus ojitos, su voz... lo soy todo”, resalta Olalla Mouzo, camariñesa de 31 años, residente en A Coruña, y mamá de dos niños, de 10 y 5. El pequeño, Leo, tiene una discapacidad del 94%, causada por una “enfermedad rara” aún por determinar. “Necesita atención permanente, las 24 horas del día, aunque responde a todos los estímulos y, al mismo tiempo, es un niño feliz”, apunta Olalla, quien especifica que ella y su expareja se empezaron a dar cuenta de que “había un problema” cuando Leo tenía dos meses, tras un embarazo normal y un parto sin complicaciones. “El niño nació aparentemente bien pero, con el paso del tiempo, comenzamos a notar que era incapaz de mantener erguida la cabeza, no sonreía... en definitiva, que no hacía cosas que le corresponderían por edad”, señala.

Ahí arrancarían un rosario de pruebas médicas e ingresos hospitalarios hasta confirmar que el pequeño sufre una gran discapacidad. “De momento, no sabemos exactamente qué tiene. Nos han dicho que no es parálisis cerebral, pero sí una enfermedad rara, que aún está sin diagnosticar”, cuenta Olalla, quien reconoce que afrontar una situación como la de su pequeño es “muy complicado”, pues “la vida te cambia por completo”. “En mi caso, tuve que dejar de trabajar para dedicarme al cuidado de Leo. La vida social, por supuesto, desaparece, porque te pasas el día entrando y saliendo del hospital, visitando especialistas... Tu existencia se centra en procurar que tu hijo mejore, y si te dicen que tienes que ir a la Luna para conseguirlo, lo haces. A nosotros, por ejemplo, nos comentaron que había un centro privado en Santiago que podía ser muy beneficioso para Leo, así que cuando el Servizo Galego de Saúde (Sergas), a los 2 años, dejó de darle terapias porque ‘no iba a mejorar’, decidimos llevarlo allí. En esas circunstancias, te agarras a lo que sea, y si aún encima te aseguran que tu hijo va a salir de allí caminando... no te lo piensas. Leo estuvo yendo a ese centro ocho meses, pero pasado ese tiempo decidimos sacarlo de allí porque no vimos avances y porque, económicamente, tampoco podíamos aguantar más”, refiere.

En su afán por procurar lo mejor para su pequeño, Olalla no dudó en trasladar su residencia, de Camelle (Camariñas) a A Coruña, para escolarizar a Leo en el centro educativo de la asociación Aspace. “Miramos todas las opciones que había en Camelle, pero a mí no me convencía la idea de llevarlo a un colegio ordinario. Casualmente, el profesor de judo de mi hijo mayor tiene una niña que va al centro de Aspace, y fue él quien me recomendó matricularlo allí, pero el tener que mudarnos me tiraba un poco para atrás. Finalmente, me decidí a visitar las instalaciones de Aspace, y quedé encantada con lo que vi, así que me lancé a la piscina, y nos vinimos para A Coruña. Leo va al cole de Aspace, y su hermano al centro que hay al lado”, señala esta joven madre, quien asegura que su hijo mayor ha aceptado “estupendamente” la situación, aunque a ella a veces le embargue “cierto sentimiento de culpa” por estar más pendiente de Leo que de él. “En ocasiones me siento mal por eso, aunque siempre he tratado de hacer entender a mi hijo mayor que los quiero a ambos por igual, pero Leo me necesita más, y lo cierto es que él lo entiende perfectamente. La discapacidad de su hermano le ha hecho tener valores que quizás otros pequeños no tienen, y estoy muy orgullosa de él. Esta situación nos ha cambiado a todos, creo que para bien”, destaca.

Olalla Mouzo, con su hijo pequeño, Leo, que tiene una discapacidad del 94%. Cedida

En el colegio de Aspace Leo pasa buena parte del día, de 09.00 a 18.00 horas, de lunes a viernes, un horario que ofrece a su madre un respiro y que le permite dedicarse a otras cosas, así como tener algo de tiempo para sí misma. “De momento sigo sin trabajar, pero estoy pensando en retomar mi vida laboral reorientándola hacia el ámbito sociosanitario”, explica Olalla, quien recibe “una pensión de la Xunta” que, asegura, “no cubre ni la mitad de los gastos de Leo”. Por eso pide más apoyos para las personas que tienen que cuidar de un familiar —y en particular de un hijo— con dependencia y que, por ese motivo, se ven en la obligación de dejar de trabajar. “No todo el mundo se puede permitir pagar un centro, por eso es tan necesario ese respaldo económico”, reitera Olalla, quien reivindica que, para ella, el mayor apoyo, desde que Leo nació, ha sido su familia. “Soy muy afortunada porque tengo una familia maravillosa, y poder contar con ellos siempre ha sido mi gran terapia”, resalta.

La historia de esta joven madre tiene poco que ver con la de José González, coruñés de 69 años, aunque guarda ciertas similitudes, en cuanto a que él también tuvo que dejar de trabajar para dedicar su vida al cuidado de su “todo”, en este caso su mujer, Rosa, de 72, con demencia y una dependencia de grado III. El calvario de este vecino de Novo Mesoiro empezó hace unos “seis ó siete años”, cuando su esposa empezó a manifestar síntomas evidentes de la enfermedad. No obstante, el diagnóstico se demoró bastante porque, según José, “en el Sergas estaban empeñados en que lo que tenía era una depresión”. El detonante que hizo saltar todas sus alarmas fue un episodio en el que Rosa, que por aquel entonces se hacía cargo del cuidado de unos niños, a los que llevaba e iba a recoger al autobús escolar, se ausentó de ese cometido. “Un día llegó y dijo que el autobús no había pasado, cuando yo lo había visto perfectamente. Antes de eso, los padres de los niños ya me habían llamado por teléfono para preguntarme si le había sucedido algo a Rosa porque no había ido a recogerlos. Ahí supe que lo que tenía mi mujer no era depresión”, reitera.

José inició entonces un peregrinar, de consulta en consulta, hasta lograr un diagnóstico que permitiese a Rosa iniciar un tratamiento que ralentizase, en la medida de lo posible, el avance de su enfermedad. “Lo intenté por todos los medios en la sanidad pública, pero insistían en que no sufría demencia, sino una depresión. Hasta que la llevé, primero a un centro privado cerca de A Coruña y, posteriormente, a la consulta de un prestigioso neurólogo en Santiago, y en ambos casos determinaron que Rosa sufría demencia. Finalmente, con los resultados de las pruebas que le realizó este último especialista, en el Sergas determinaron que, efectivamente era así, pero en aquel momento la enfermedad ya estaba muy avanzada, en un grado III, el máximo”, lamenta este coruñés, quien describe, con un poso evidente de tristeza, la situación actual de su cónyuge: “Para ella soy alguien que pasa el día a su lado, está contenta conmigo y me trata muy bien, pero ya no me reconoce como su marido, y esto es algo durísimo”.

José y Rosa viven solos, porque su único hijo reside en Madrid. “Rosa tiene hermanas que están pendientes de nosotros y, al igual que nuestro hijo, vienen de vez en cuando a A Coruña, pero tampoco pueden estar todo el día echándome una mano. En estos casos, el cuidado de la persona dependiente recae, principalmente, en los convivientes, lo cual no quiere decir que el resto de la familia se desentienda, ni mucho menos, pero la realidad es esta”, señala.

Desde hace unos cuatro años, Rosa es usuaria del centro de día de la Asociación de Familiares de enfermos de Alzhéimer y otras demencias de A Coruña (Afaco), a donde acude de lunes a viernes, de 09.00 a 18.30 horas, y donde recibe varias terapias. “El tiempo que pasa en el centro es para mí un respiro, porque cuando Rosa está en casa tengo que estar todo el rato pendiente de ella. A una persona con alzhéimer no le puedes quitar los ojos de encima. Mientras está allí, aprovecho para salir a caminar, que me encanta, hacer la compra, las comidas, las cenas...”, refiere este coruñés, quien especifica que supo de la existencia de Afaco “a través de una de las chicas que trabaja en la farmacia” donde recoge las medicinas de Rosa. “Fue quien me recomendó llevarla allí, y la verdad es que ha sido la mejor decisión que he tomado en mi vida. Para mí supone un respiro, y Rosa lo ha notado muchísimo. Siempre ha sido una mujer muy alegre, y aunque la enfermedad ha borrado sus recuerdos, no ha cambiado eso. Se pasa el día riendo, en parte también por el tratamiento que toma, y tiene un carácter muy fácil de llevar. Dentro de lo terrible de su situación, he tenido mucha suerte, porque mi suegra sufrió también alzhéimer y en su caso fue horrible”, admite. Esa experiencia previa con la madre de Rosa, cuenta José, le ayudó también a “enfocar el tema de otra manera”, porque “cuando te dicen que un familiar sufre demencia, no tienes ni idea de qué va eso, y se te viene el mundo encima”. Y es que cuando Rosa enfermó, José se tuvo que jubilar anticipadamente para dedicarse, íntegramente, a su cuidado. En la actualidad, recibe una ayuda de 420 euros de la dependencia, que “cubre parte” del coste del centro de día al que acude su esposa, “que supera los 600 euros”, aún así, “mucho menos que el de cualquier centro privado”.

Sobre su situación emocional, José asegura que, hasta ahora, se ha mantenido relativamente bien. “Voy a los cursillos que organiza Afaco para los cuidadores y me están ayudando bastante, pues me dan pautas que desconocía. Mi antiguo médico de cabecera me puso, a mayores, un tratamiento, y de momento voy sobrellevando todo esto”, indica este coruñés, quien admite, no obstante, que la pandemia de COVID —y especialmente el confinamiento domiciliario de la primera ola— supuso un fuerte varapalo para él y, por supuesto, para su mujer. “Durante el confinamiento, Rosa sufrió un retroceso total, incluso me dejó de reconocer como la persona que está con ella a diario. Estaba desubicada, perdió movilidad y prácticamente dejó de caminar. Por fortuna, al volver al centro de día y con unos ajustes en el tratamiento, recuperó. No camina como antes, pero sí lo va haciendo poco a poco y, cuando no puede más, con la silla de ruedas vamos tirando”, explica.

José reconoce que estar a cargo de un familiar con dependencia supone un “desgaste brutal” a nivel psicológico, y también físico. “Pierdes la facilidad de palabra, el contacto con la gente... es muy complicado”, reitera, y aprovecha la conmemoración, esta semana, del Día mundial del cuidador, para demandar a los servicios sociales que “hagan su trabajo” y no dejen a los cuidadores no profesionales “a la buena de Dios” porque, afirma, “hay situaciones que no tienen ni pies ni cabeza”. “Por ejemplo, si yo solicito que una persona venga media hora a mi casa solo para asear y vestir a Rosa, tengo que perder la mitad de la jornada en el centro de día, que es lo que la está ‘salvando’. Es un sinsentido”, remarca.

Coincide en sus reivindicaciones Digna Amigo, vecina de Arteixo, de 61 años, al cuidado de su marido, Juan Carlos, de 65 y afectado por daño cerebral adquirido (DCA) tras sufrir un ictus, hace “aproximadamente” tres. “Durante un paseo junto al mar, en nuestro pueblo, empezó a caminar cada vez más despacio y a frotarse los ojos como si no viese bien, se tambaleó y cayó al suelo” , rememora Digna. Juan Carlos estaba sufriendo un ictus, complicado por una hemorragia cerebral, que le llevó a pasar por quirófano, “a vida o muerte”. “En un segundo, te cambia la vida por completo”, destaca esta arteixana, quien explica que, en la actualidad, su marido “no puede hacer prácticamente nada por sí mismo”. “No mueve ni la pierna ni el brazo derecho, pues el ictus le afectó a ese lado del cuerpo. No habla, tampoco puede escribir... La situación para él es terrible, igual que para mí. Me costó muchísimo aceptar todo esto”, subraya.

Digna Amigo, con su marido, Juan Carlos, con una discapacidad superior al 80% por daño cerebral adquirido (DCA), en su casa de Oseiro, en Arteixo. Carlos Pardellas

Digna admite que le ha ayudado “mucho” ir al psicólogo, y también descubrir la Asociación de Daño Cerebral Adquirido de A Coruña (Adaceco), su “tabla de salvación”, por así decirlo. “En el centro de día de Adaceco, Juan Carlos recibe varias terapias (logopedia, fisioterapia...) que le van muy bien para mantenerse y no perder las pocas capacidades que conserva. Estoy contentísima con todos los profesionales de la asociación, son maravillosos, como una segunda familia. Además, el tiempo que está allí —de 09.00 a 16.00 horas, de lunes a viernes— para mí supone un respiro. Puedo descansar, ir al médico, hacer los recados, las tareas domésticas... Por las mañanas viene una hora a casa una chica que me pone el Concello para asearlo y vestirlo, pero durante el fin de semana, o en los puentes, no tengo ningún apoyo de ese tipo”, apunta.

Digna y Juan Carlos reciben una ayuda de la dependencia, que cubre en parte el coste del centro de día al que acude él. “Cuando le dio el ictus, mi marido se iba a jubilar. Con los hijos ya criados, estábamos haciendo un montón de planes... y se nos torció la vida”, subraya esta vecina de Arteixo, y refiere, de nuevo, el desgaste físico y emocional que conlleva la situación de su esposo. “No camina, pero yo me niego a que se pase el día metido en la cama. Lo acuesto un ratito cuando llega del centro de Adaceco, y luego lo levanto y lo siento en la silla de ruedas, hasta que de noche lo vuelvo a acostar. Es un esfuerzo grande, día tras día, y tengo el cuerpo machacado. Nuestros dos hijos nos ayudan en todo lo que pueden, pero tienen familia y tampoco quiero depender de ellos mientras pueda hacerme cargo yo de la situación”, explica Digna, cuyo principal temor es, precisamente, “enfermar y no poder atender” a su marido. “¿Si eso pasase, quién se ocuparía de él?”, se pregunta, y pide a las administraciones, “que piensen un poquito” en los miles de cuidadores que, como ella, tienen a un familiar enfermo o con discapacidad a su cargo. “Y que no nos dejen tan abandonados como estamos en muchos aspectos”, reivindica.