Una madre, de nombre ficticio María, calcula que su hijo, de nombre ficticio Antonio, lleva cerca de diez años sin salir de su habitación en un barrio de Málaga. El verano pasado, cuenta, sí tuvo que salir a la calle, obligado porque “tenía los dedos hinchados y pus, quiso que el podólogo fuera a casa pero no atendía en ellas”, cuenta su madre. Salvo salidas excepcionales como esta, Antonio, que en julio cumplirá 32 años, pasa las horas en su cuarto, en pijama, clavado a la pantalla y solo sale para ducharse y comer.

“Come conmigo cuando no está jugando a la Play y por las mañanas, lo mismo se levanta a las 10 de la mañana que a las 3 de la tarde, según le haya ido el juego”, narra la madre.

Además de a los videojuegos, Antonio pasa las horas viendo series, películas “y vídeos de YouTube que explican juegos”, detalla María, que a los 58 años confiesa desesperada: “Ya no puedo más; estoy muerta por dentro”.

Para empeorar la situación, María lleva mucho tiempo en paro y solo cobra una pensión de viudedad de 560 euros, tras fallecer su marido en enero de 2020, un albañil en paro con alzhéimer desde los 45 años y que en los últimos tiempos manifestó un comportamiento agresivo a causa de la enfermedad. De esos 560 euros con los que viven madre e hijo, detalla que ahora mismo paga 90 euros de luz por el consumo constante que hay en la casa. “Tengo que hacer de comer para cuatro días y por la noche no cenamos caliente”, se queja.

No siempre fue así. María destaca que su hijo, de casi 1,90 de estatura, un joven bien parecido y afable, era un excelente estudiante que nunca suspendía. En la Universidad de Málaga, donde cursaba Administración de Empresas, llegó a sacar matrículas de honor, al tiempo que trabajaba para ganarse un dinero. Pero llegaron los primeros suspensos, las cosas empeoraron “y decidió dejar de estudiar”. El detonante para abandonar las relaciones sociales se produjo por una lesión deportiva. “Tras dejar los estudios ya salía muy poco, se lastimó la rodilla, el médico le mandó un mes de reposo y ahí... se acabó”.

Cerrojo en el dormitorio

Antonio se encerró en su habitación y hasta convenció a su padre, ya con alzhéimer, para que le pusiera una cerradura a la puerta. “A partir de ahí se queda en casa. Los amigos le intentaban sacar, venían el día de su cumpleaños pero él no quería ni que vinieran”, destaca María.

También lo intentó la hermana de Antonio, que vive independizada, “pero ni siquiera atendía sus llamadas, y tampoco contestaba a sus whatsApps”.

Explica la madre que solo puede entrar en el cuarto de su hijo “para barrer y fregar y él se encarga del resto”. “No abre la puerta, no va a la playa en verano, no hace ejercicio y si está conmigo y me suena el móvil, se levanta, se va a su cuarto y echa la llave”, describe. Dado su comportamiento, aunque la mujer tiene las tres dosis de la vacuna contra el COVID, el joven no tiene ninguna. “No se vacuna por miedo a salir. Ahora tiene miedo de que yo traiga el COVID”, comenta María.

En dos ocasiones, la madre ha acudido a los juzgados a pedir una revisión psiquiátrica para su hijo. Las dos veces, Antonio se mostró afable con los policías que le condujeron al Hospital Clínico de Málaga pero salió con un diagnóstico que a su madre todavía le indigna escuchar: “Primero me dicen que lo van a mandar unos días al Hospital Marítimo pero luego, que él es así porque la da la gana”.

María recuerda que a su marido, ya con la cabeza perdida, “no le diagnosticaron alzhéimer hasta el final para que no cobrara la paga” y cree que algo parecido pasa con su hijo. Además, ha intentado en varias ocasiones que lo examinen en el Centro de Valoración y Orientación de la Junta de Andalucía pero, para alguien con una posible agorafobia, le exigen que acuda a la cita de forma presencial, así que no se presenta.

“Yo lo que pido es que vayan a casa y le diagnostiquen. Los médicos tienen que acudir a casa. Mi hijo está enfermo, tiene agorafobia y necesita medicación y también que le vacunen”, remarca.

El temor de María es qué pasará con Antonio si ella falta. Un médico le dio una vez una respuesta inquietante: “Me dijo que no me preocupara, que entonces se ocuparían de él. ¿Es que entonces me tengo que morir?”, se pregunta.